Te compró tú amor

3.

Capítulo 3 – Renuncias, silencios y una llamada que lo cambia todo

POV Luna

El eco de mis pasos resonaba en los pasillos como si el edificio entero aplaudiera mi estupidez o mi valentía… todavía no sabía cuál de las dos acababa de cometer.

Me ardía el pecho, como si una mano invisible lo apretara y soltara a ritmo irregular. Aún podía sentir la mirada helada de Noah Ha quemándome la nuca mientras salía de la sala. Esa tensión afilada. Ese silencio asesino. Ese… ¿temblor en su mandíbula?

Me limpié las manos en la sudadera, aunque ya no tenían grasa, solo nervios.

—Luna —susurré para mí misma—, acabas de renunciar delante del CEO más temido del país. ¿Qué demonios te pasa?

Pero si algo había aprendido de papá, era esto: uno puede soportar muchas cosas… menos que le falten el respeto.

Y Noah Ha había cruzado esa línea.

Área de mantenimiento

Encontré a papá doblando cuidadosamente su arnés, ajeno al caos que yo acababa de desatar. Su serenidad me dolió más que todo lo que había pasado.

—Pa… —empecé.

Él levantó la vista, y bastó una sola mirada para que supiera que algo no andaba bien.

—¿Qué hiciste, Luna? —preguntó con esa calma peligrosa reservada para los padres que ya intuyen la tormenta.

Respiré hondo.

—Renuncié.

El arnés se le resbaló de las manos.

—¿Cómo que renunciaste? ¿Por qué?

—Porque… porque ese hombre es un tirano. Y casi me despide. Y yo… —me llevé las manos a la cara, frustrada—. Me harté, pa. Me harté de que nos traten como basura.

Papá se acercó y puso sus manos ásperas sobre mis mejillas.

—Mija, nosotros sabemos quiénes somos. Ellos sabrán quiénes creen que son… pero no podemos vivir por orgullo.

—No es orgullo —dije, ahogada—. Es dignidad.

Él suspiró, derrotado, y me abrazó fuerte.

—Entonces… si esto es lo que decidiste, yo te apoyo.

Ese abrazo casi me quiebra.

Pero no tanto como lo que estaba a punto de ocurrir.

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Torre ejecutiva – Oficina del CEO

Noah Ha destrozó el silencio de su oficina al cerrar la puerta de un portazo. Su respiración era irregular, los latidos retumbaban en sus sienes.

Una mezcla imposible lo desgarraba: furia, desconcierto… y un impulso extraño que no quería nombrar.

—Esa mujer… —murmuró, apretando los dientes.

Golpeó su escritorio. No demasiado fuerte. Solo lo suficiente para liberar la presión que le ardía bajo la piel.

Recordó la imagen de Luna colgada en el ventanal, desafiante a pesar del miedo. Recordó sus palabras, la forma en que había alzado la barbilla, la fuerza con la que lo miró a los ojos cuando lo llamó “asco de persona”.

Nadie, jamás, se había atrevido a hablarle así.

Nadie.

Tocaron la puerta.

—Adelante.

Whitman entró, pálido.

—Señor… la presidenta quiere verlo. De inmediato.

Noah cerró los ojos un segundo.
Eso no era buena señal.

---

Oficina de Eun-Ji Ha

La presidenta estaba sentada frente a la ventana, observando el skyline como si el mundo fuera un tablero de ajedrez y ella la única que sabía jugar.

Noah se inclinó en señal de respeto.

—Halmeoni —dijo con voz contenida—, puedo explicar—

—No quiero explicaciones —interrumpió ella.

Se giró lentamente. Sus ojos, agudos y tranquilos, siempre lograban que Noah volviera a sentirse como cuando tenía diez años.

—Esa niña —dijo la presidenta— pudo haberse matado.

—Lo sé —respondió él, tenso—. Por eso actué como debía.

—No. Actuaste como un tonto orgulloso.

Noah apretó los puños.

—Ella me desafió delante de toda la junta.

—¿Y qué? —Eun-Ji arqueó una ceja—. ¿Desde cuándo un Morales puede sacarte de tus casillas? Gabriel es más fuerte que tú.

—No estoy hablando de Gabriel.

—Yo sí.

Se acercó despacio, usando su bastón como apoyo.

—Gabriel Morales estuvo conmigo desde el primer día. Cuando nadie creía que una inmigrante surcoreana podía levantar un imperio, él sí creyó. Él confió. Y tú acabas de humillar a su hija delante de todo el edificio.

Noah tragó saliva.

—Ella actuó de forma imprudente.

—Ella estaba cuidando a su padre —corrigió Eun-Ji—. Algo que tú deberías hacer conmigo.

Silencio.

Una pausa que pesaba toneladas.

—Dile a seguridad que no procese su renuncia —ordenó la presidenta.

Los ojos de Noah se abrieron, incrédulos.

—¿Qué? No puedo retener a una empleada que—

—Noah —lo cortó ella de nuevo—. El destino es testarudo. Y yo también.

Noah miró hacia un lado, tenso, pero no respondió.

—Quiero que te disculpes con los Morales —continuó la presidenta—. En especial con Luna.

Noah levantó la mirada, firme como una pared de acero.

—No voy a disculparme. No hice nada incorrecto.

La presidenta no se sorprendió.
Sonrió… pero no con ternura.
Con estrategia.

—Bien —dijo despacio—. Entonces será mejor que empieces a llevarte bien con la dueña de la mitad de las acciones de esta empresa.

Noah parpadeó.

—¿Perdón?

Ella tomó una carpeta del escritorio y se la entregó.

—He dividido mis acciones en dos: mitad para ti… y mitad para ella.

El rostro de Noah perdió todo color.

—¿Qué…? ¿Estás bromeando?

—Esta empresa es mi pastel —respondió ella, y por un segundo su voz parecía la de una reina absoluta—. Y yo decido cómo partirlo.

Él abrió la carpeta.
Los documentos eran oficiales.
Legales.
Sellados.

Reales.

—Esto es una locura —susurró Noah.

—¿No te gusta? —preguntó ella con una inocencia que solo hacía más evidente lo calculado de todo—. Me lo imaginé. Ahora lee la cláusula diez.

Noah buscó la página.
Sus ojos se desplazaron por el texto.
Se detuvieron.

Se agrandaron.

—Perdiste la cabeza, soy tu único heredero, tú única familia.—escupió él, casi sin voz—. Además no voy a casarme. Y menos con ella.




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