Capitulo 6: Mi hija no se vende.
POV Noah – Casa Ha, desayuno
La luz de la mañana se filtraba a través de los ventanales de la mansión, iluminando la mesa impecable. El aroma del té de jazmín y de los bollos recién horneados llenaba el comedor, pero Noah apenas los notaba. Frente a él, su abuela Eun-Ji Ha lo miraba con esa mezcla de autoridad y diversión que siempre lograba desarmarlo.
—Y… ¿fuiste a hablar con ella? —preguntó la presidenta, con la taza de porcelana entre las manos.
Noah dejó escapar un suspiro, moviendo la mano sobre la mesa.
—Es una salvaje, abuela. Me aventó café en los pies. Literalmente.
Eun-Ji arqueó una ceja, como si esperara esa respuesta, y luego sonrió con picardía.
—Algo habrás hecho para que reaccionara así.
—Porque… ¿por qué está obsesionada con los Morales? —masculló Noah, dejando que la frustración se filtrara en su voz.
—Eso no es de tu incumbencia, Noah. —La respuesta fue seca, pero sin perder su aire de señora absoluta.
—Lo es —replicó él, con un hilo de rabia contenida—, desde que decidió arruinarme la vida.
—¿Desde cuándo eres tan dramático? —inquirió Eun-Ji, apoyando el mentón en la mano—.
—Desde que nuestro apellido está a punto de convertirse en burla —dijo Noah, con los dientes apretados.
—¿Aceptó el matrimonio? —La pregunta de la presidenta llegó como un golpe seco sobre la mesa.
—No. Por fortuna. —Noah masculló esas palabras, pero su voz no escondía la tensión que sentía.
—¿Por fortuna? —replicó Eun-Ji, con una mezcla de sorpresa y diversión—. Si no se casan, ninguno reclamará nada de la herencia.
—¿Y qué pasa en ese caso? —preguntó Noah, con la preocupación mezclada con incredulidad—. No dice nada en el testamento.
—Ah, eso es lo que tú debes entender, Noah. —Eun-Ji dejó la taza sobre el plato, con un leve gesto de triunfo—. La empresa, así como la herencia, no puede quedarse en manos de quienes no cumplen con las condiciones que aseguran su continuidad. Si no se casan, todo se venderá. La mitad de la empresa será donada a organizaciones benéficas que yo elija… y la otra mitad, directamente, a causas que beneficien a la ciudad.
Noah tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta. El imperio Ha, toda su vida de control y poder, estaba en riesgo. La presión era insoportable, y la única solución inmediata era lograr que Luna aceptara el matrimonio.
—Entonces… debo actuar cuanto antes. —Su voz sonó firme, pero detrás de la coraza, el miedo al fracaso era real.
—Exactamente —Eun-Ji le dio un pequeño golpecito en la mano—. Haz lo que sea necesario. No tienes tiempo que perder. Yo tuve que trabajar arduamente durante muchos años para tener está fortuna, tú solo quieres cobrarla sin ningún sacrificio? Luna morales es tú prueba.
Noah apretó el puño, levantándose de la silla con una determinación fría. Su orgullo estaba herido, su paciencia agotada, y el reloj corría en su contra.
—Iré a verla. Ahora mismo. —dijo, decidido a buscar a Luna antes de que cualquier otra cosa pudiera ponerse en su camino.
—Pues iremos juntos, es buena hora para que desayunemos los cuatro juntos.
—Comer? Con los Morales?
Noah puso cara de asco.
—si, comeremos con los Morales. Gabriel nos está esperando.
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POV Luna
Me desperté antes de que sonara el despertador.
No por costumbre.
Por rabia.
Abrí los ojos con el nombre clavado en la cabeza como una espina: Noah Ha. Su voz fría. Su mirada por encima del hombro. Sus palabras medidas para cortar, no para hablar.
Ese imbécil cree que puede humillarme.
Está equivocado.
Me senté en la cama de golpe, el corazón acelerado, el cuerpo tenso como si ya estuviera en medio de una pelea.
—Voy a hacer que se trague cada una de sus palabras —murmuré al aire, con la voz áspera de quien no piensa retroceder.
Hoy no iba a ir a la empresa como la chica de mantenimiento.
Hoy no iba a ir como la hija del conserje.
Hoy iba a ir a la guerra.
Fui al baño y me quedé mirando mi reflejo. Cara lavada. Ojos cansados. Cabello indomable. La Luna de siempre. La que arregla máquinas, no apariencias. La que sabe usar un destornillador mejor que un lápiz labial.
Abrí el cajón inferior del mueble.
Ahí estaba.
El pequeño estuche de maquillaje de mi madre.
Lo abrí con cuidado, como si pudiera romperse solo con mirarlo. El olor era tenue, viejo, familiar. Margaret Whitmore. Mi madre. Americana hasta los huesos. Elegante incluso cuando estaba cansada. La mujer que lo perdió todo por amor.
La llamaron loca, recordé.
Y aun así eligió a mi padre.
Sus manos habían tocado esos colores. Sus ojos se habían mirado en ese mismo espejo. Yo tenía sus ojos —eso decía papá—, pero no su belleza suave, ni su facilidad para el mundo.
—Nunca me enseñaste a hacer esto —susurré, sacando la base—. Pero supongo que hoy toca improvisar.
La base quedó irregular. El rímel me manchó el párpado. Me limpié con papel, maldiciendo en voz baja. El rubor fue demasiado, así que intenté difuminarlo con los dedos.
Torpe.
Inexperta.
Pero decidida.
No buscaba verme bonita.
Buscaba no verme pequeña.
El vestido me costó más. No estaba acostumbrada a la tela suave ni al silencio que hace al moverse. Me quedaba raro. Demasiado femenino para alguien que siempre había vivido con jeans y camisetas viejas.
Me observé de cuerpo entero.
No era mi madre.
No era la mujer que el mundo espera.
Pero era yo.
Y eso tendría que bastar.
Bajé las escaleras y el olor me golpeó antes de ver nada: café fuerte, pan tostado, huevos con chorizo, tortillas calientes… y algo más.
Picante. Fermentado.
Me detuve en seco.
Papá estaba en la cocina, con un delantal, concentrado, moviéndose con una precisión casi ceremonial. Sobre la mesa: panqueques, frijoles, tocino… y un plato de kimchi perfectamente servido.
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Editado: 15.12.2025