La notificación de la aplicación de envíos parpadeó en el móvil de Valeria con una insolencia propia de un martes por la mañana. “Su pedido ha sido entregado”. El problema era que ella no había recibido nada. Abrió los detalles y frunció el ceño. La dirección de entrega no era su loft en el distrito de Salamanca, sino un lugar llamado “Finca La Cabaña” en un pueblo de la provincia de Zaragoza que nunca había oído nombrar. El pedido, cajas de muestras de telas orgánicas y cámaras de alta eficiencia para la próxima campaña de su prometido, Adrián, debía estar allí en cuestión de horas para una sesión de fotos.
Un nudo de irritación se le formó en la garganta. Revisó el correo de confirmación. Error de la empresa de mensajería. Un dígito mal en el código postal. Respiró hondo, aplicando las técnicas de mindfulness que solía recomendar a sus seguidores. No funcionó. Llamó a la compañía de transportes.
“Lo siento, señora Montenegro. El conductor ya ha hecho la entrega. Tendremos que iniciar una reclamación y, si el destinatario no devuelve el paquete, proceder con el reembolso. El proceso puede tardar entre quince y veinte días hábiles”.
Quince días. Adrián le echaría la bronca con esa sonrisa fría que tanto la exasperaba. “Cariño, la perfección está en los detalles”, le diría, como si ella no lo supiera. No podía permitirlo. Su imagen de profesional eficiente estaba en juego. Buscó en Google Maps la finca. Una mancha verde aislada en medio de un mar de tonos ocres. No había número de teléfono, solo un correo electrónico genérico: info@rewildingestepa.org.
Escribió un mensaje cortés pero urgente, explicando el error. La respuesta llegó tres horas después, justo cuando empezaba a perder la esperanza.
“De: Leonardo Mena. Aquí no ha llegado ningún paquete para usted. Solo recibimos material para el proyecto. Revise sus datos. Saludos.”
La sequedad del mensaje la hizo arquear una ceja. Leonardo. Le sonó a nombre de otra época. Tecleó de nuevo, adjuntando la prueba del error de envío, la factura, una foto suya de perfil profesional (sonrisa cálida, fondo neutro) para dar confianza. La respuesta fue aún más breve.
“De: Leo. Mañana a primera hora paso por el pueblo a por unos suministros. Si quiere su material, ahí estará a las 8:30. No puedo esperar. Saludos.”
Ni una disculpa, ni un “sentimos las molestias”. Solo un punto de encuentro en la nada, a una hora imposible. Valeria calculó rápido. Podía coger el último AVE a Zaragoza, dormir en un hotel boutique del centro y alquilar un coche para estar allí a tiempo. Sería un viaje exprés, una anécdota para su historia de Instagram: “Desconexión forzosa para reconectar con lo esencial”. Le dio un giro positivo. Incluso le serviría para explorar locaciones para futuros contenidos sobre sostenibilidad real. Se lo comentó a Adrián por teléfono.
“¿Vas a ir tú? Envía a algún becario”, dijo él, con el ruido de fondo de una reunión.
“No hay tiempo. Y necesito que quede solucionado. No es solo material, es la imagen del proyecto hotelero”.
Adrián cedió. “Como quieras. Pero no te manches, Val. Esa gente de campo es… diferente”.
Al colgar, Valeria miró por la ventana de su oficina, sobre el skyline de Madrid. Diferente. La palabra resonó en ella con un eco extraño, como una campana lejana. Empezó a hacer la maleta. Metió ropa cómoda pero elegante: unos vaqueros oscuros de diseño, una camiseta de algodón orgánico, una chaqueta ligera de lino. Zapatillas de deporte blancas inmaculadas. Su kit de skincare en miniatura. Se miró en el espejo del baño. Cabello castaño liso recogido en un moño perfecto, maquillaje nude, aretes de oro minimalistas. La imagen de la eficacia con estilo.
Mientras el AVE se deslizaba por la noche, alejándose de las luces de la ciudad, Valeria revisó su perfil. Una foto con Adrián en la última gala benéfica. Los comentarios: “Pareja perfecta”, “#Goals”. Cerró la aplicación y apoyó la frente en la ventana fría. Por primera vez en mucho tiempo, la perfección le pareció una jaula muy pulida.
Al amanecer, tras una noche de sueño inquieto en la cama demasiado perfecta del hotel, se subió al coche de alquiler, un SUV eficiente. Siguió el GPS que la sacó de la ciudad y la adentró en una carretera cada vez más recta y vacía. El paisaje se aplanó, se volvió infinito y áspero. Colores tierra, cielo azul cobalto, algún almendro solitario. La sensación de estar yendo al fin del mundo era palpable. El pueblo, cuando por fin apareció, era un puñado de casas de piedra agrupadas en torno a una iglesia. La plaza estaba desierta a excepción de una furgoneta destartalada, color verde militar desconchado, aparcada frente a la única cafetería.
Valeria estacionó y bajó, ajustándose las gafas de sol. El aire olía a pan recién hecho y a estiércol, una combinación desconcertante. De la furgoneta salió un hombre. No era lo que ella esperaba. No era un anciano agricultor ni un hippie desaliñado. Era alto, ancho de espaldas, con una camisa de franela azul desgastada remangada hasta los codos. Jeans viejos y botas de trabajo cubiertas de polvo. Tenía el pelo castaño oscuro, demasiado largo, y una barba de varios días que no parecía un estilo, sino una falta de interés. Sus manos eran grandes, con los nudillos arañados y tierra bajo las uñas.
Él la escudriñó de arriba abajo, sin sonreír. Sus ojos, de un color verde-grisáceo como la jara del monte, la recorrieron con una franqueza desarmante. Valeria sintió una punzada de incomodidad. Nadie la miraba así, como si estuviera evaluando una pieza de ganado, o como si pudiera ver a través de su fachada pulcra.
“¿Valeria Montenegro?” preguntó. Su voz era grave, áspera, como la tierra que pisaba.
“Sí. Y usted debe ser Leo”, dijo ella, alargando la mano con su mejor sonrisa profesional.
Él miró su mano un instante, como si fuera un objeto curioso, antes de estrecharla brevemente. Su palma era áspera, caliente, su agarre firme. “Las cajas están en la furgoneta. Puede llevárselas”.