El regreso a Madrid fue un soplo. Adrián recibió el material con un beso distraído en la mejilla y un “Sabía que podías solucionarlo”. La vida volvió a su cauce de reuniones, publicaciones planificadas y cenas de networking. Pero la imagen de la estepa vacía, del cielo inmenso y de la mirada desafiante de Leo se colaba en sus pensamientos en los momentos más inesperados. Mientras seleccionaba un filtro para una foto de su desayuno avocado toast, recordó el olor a pan rústico de la plaza del pueblo. Mientras negociaba un contrato, la voz grave y sin concesiones de aquel hombre resonaba en su cabeza: “Es necesario”.
Una semana después, el universo, o quizá el algoritmo del destino, jugó su segunda carta. El equipo de marketing de Adrián había preparado un vídeo para la campaña de lanzamiento del nuevo hotel eco-luxury. El concepto era “Regreso a lo auténtico”. Y necesitaban localizaciones brutales, reales, que contrastaran con el lujo refinado del establecimiento. Un becario, navegando por perfiles de proyectos medioambientales, encontró las fotografías del Proyecto Rewilding Estepa Ibérica. Imágenes épicas de paisajes abiertos, rebaños de caballos salvajes, cielos estrellados sin contaminación lumínica. Eran perfectas.
“Tenemos que grabar ahí”, dijo Adrián durante la reunión, señalando la pantalla. “Es la autenticidad que vendemos. Podemos hacer un reportaje contigo, Val, entrevistando al responsable… ¿cómo se llama? Leo Mena. Tu historia de conexión con el terreno, la entrega del material… da para un buen storytelling”.
Valeria sintió un vuelco en el estómago. “No sé si él es el tipo de persona que quiera participar en una campaña comercial”, dijo, tratando de que su voz sonara neutral.
“Todos quieren visibilidad para sus proyectos”, replicó Adrián con seguridad. “Y si no, se le paga una tasa de localización. Es un win-win. Tú lo conoces, fuiste allí. Será más fácil. Organízalo”.
La orden, disfrazada de sugerencia, flotó en el aire. Valeria no tenía escapatoria. Buscó el correo escueto de Leo y, con un nudo en la garganta, redactó una propuesta formal. Le habló de sinergias, de impacto positivo, de llevar la voz de la conservación a un público más amplio. Ofrecía una donación al proyecto y una tarifa por el uso del espacio.
La respuesta llegó al día siguiente. Una sola línea: “No estamos interesados en ser decorado para un hotel. Saludos. LM.”
La negativa era tan rotunda que casi la hizo sonreír. Le envió un segundo correo, más personal, apelando a la importancia de la divulgación. La réplica fue un poco más larga y cortante: “Señora Montenegro, lo auténtico no se alquila. No malgaste su tiempo.”
Adrián se enfureció. “¿Quién se cree que es? Es un terrateniente con ínfulas. Buscaremos otra locación”. Pero la idea se había encaprichado con el lugar. Ningún otro sitio transmitía esa misma crudeza. Los productores insistieron. “Valeria, inténtalo de otra forma. Ve allí, habla con él en persona. A veces estas personas desconfían del email.”
Y así, una semana después, Valeria se encontró de nuevo conduciendo por la interminable carretera comarcal. Esta vez no iba con vaqueros de diseño, sino con ropa más práctica, aunque sin poder renunciar a su estilo: un mono de algodón beige y botas de trekking nuevas. Iba preparada con un contrato, argumentos y la determinación de no dejarse intimidar.
El cielo, que había estado despejado, comenzó a teñirse de un gris plomizo en el horizonte. El viento sacudía los arbustos a los lados de la carretera. Cuando llegó al desvío de tierra que llevaba a la Finca La Cabaña, según las indicaciones que había logrado obtener del ayuntamiento, unas gotas gruesas comenzaron a estamparse en el parabrisas.
El camino era peor de lo que imaginaba. Surcos profundos, piedras sueltas. El SUV, más urbano que otra cosa, resbalaba y crujía. Avanzó a duras penas un kilómetro cuando, al intentar sortear un charco más profundo, las ruedas patinaron en el barro y el coche se hundió en el lateral del camino, inclinándose de forma alarmante. El motor rugió inútilmente. Las ruedas giraban, salpicando lodo, pero el vehículo no se movía.
Valeria maldijo en voz baja. Salió con cuidado, hundiéndose hasta los tobillos en el barro frío. La lluvia le azotaba la cara. Miró a su alrededor. Solo se veía la llanura, la lluvia torrencial y, a lo lejos, el perfil bajo de una casa de piedra con tejado a dos aguas. No tenía cobertura.
No le quedó más remedio que empezar a caminar, protegiéndose la cabeza con la chaqueta que pronto estuvo empapada. El barro le pesaba en los pies. Cuando llegó a la valla de madera que delimitaba la finca, estaba chorreando, tiritando y de un humor negro. Empujó un portón metálico y avanzó por un sendero hacia la casa. Unos perros comenzaron a ladrar, atados a una cadena larga junto a una caseta.
La puerta de la casa, de madera robusta, se abrió antes de que ella llegara. Leo apareció en el umbral, con una vieja sudadera con capucha y una taza de algo humeante en la mano. No pareció sorprendido al verla. Su mirada fue de su rostro empapado a sus botas enfangadas, y una leve, muy leve, línea de ironía apareció en la comisura de su boca.
“Parece que el todoterreno de verdad no era tan todoterreno”, dijo, sin levantar la voz.
Valeria, con el agua resbalándole por el cuello y la rabia venciéndole al frío, alzó la barbilla. “Necesito hablar con usted, señor Mena. Es urgente”.
Él la observó un momento más, mientras la lluvia arreciaba. Luego, con un gesto casi imperceptible, se hizo a un lado. “Pase. Antes de que se ahogue. Aunque por la determinación, lo dudo”.
Ella entró, pisando un felpudo grueso. El interior era todo lo contrario a su loft. Era cálido, desordenado y vivo. Olía a leña quemada, a café y a perro mojado. Había estanterías llenas de libros y mapas, una mesa grande de madera maciza con papeles esparcidos, un sofá desgastado frente a una chimenea donde crepitaban unos troncos. Herramientas, prismáticos, una mochila. Era el espacio de alguien que vivía, no que decoraba.