La furgoneta avanzaba con lentitud, sorteando charcos profundos y evitando las rodadas más traicioneras del camino. Valeria se aferraba al asiento, no por miedo, sino por la necesidad de sentir cada sacudida, cada giro del vehículo que parecía una extensión más del terreno. Leo conducía en silencio, su atención puesta en la vía, pero de vez en cuando lanzaba una mirada rápida hacia ella, como si evaluara su reacción al traqueteo.
“¿No duele la espalda?” preguntó él en un momento dado, sin apartar los ojos del camino.
“No más que una hora de tráfico en la M-30”, respondió ella, y una sonrisa fugaz, la primera genuina desde que se conocieron, asomó a sus labios. Él no la vio, o quizá sí, porque asintió, casi imperceptiblemente.
Tras un kilómetro, Leo desvió la furgoneta por una vereda aún más estrecha que ascendía suavemente hacia una loma coronada por unas rocas. Apagó el motor. El silencio cayó sobre ellos, tan abrupto y completo que los oídos de Valeria zumbaron por el contraste.
“Por aquí”, dijo él, bajando.
Valeria lo siguió. Subieron unos metros por un sendero de piedra suelta hasta una plataforma natural. Y entonces, el mundo se abrió a sus pies. Era un valle amplio, surcado por un arroyo plateado que la lluvia había engordado. Y en las laderas, moviéndose con una lentitud majestuosa, pacían varios grupos de caballos.
No eran los purasangres esbeltos de las revistas de lujo. Eran animales robustos, de crines largas y enmarañadas, capas en tonos bayos, negros y alazanes. Algunos tenían marcas primitivas, rayas oscuras en las patas. Se movían con una tranquilidad absoluta, sin prisa, mordisqueando la hierba nueva. Un potrillo correteaba alrededor de su madre, dando saltos torpes.
Valeria contuvo la respiración. No era una foto. Era la vida, desplegándose ante ella con una dignidad salvaje que la dejó sin palabras. Se apoyó en una roca, sintiendo su aspereza a través de la tela de su pantalón.
“Son caballos losinos”, explicó Leo, su voz baja, como para no perturbar la escena. “Una raza autóctona, rústica. Sobreviven con lo que hay. No necesitan que los guíen, solo espacio. Su pastoreo controla el matorral, dispersa semillas, modela el paisaje. Son los jardineros.”
“Son libres”, susurró Valeria, más para sí misma.
“Sí”, dijo él, y en esa palabra simple había toda una filosofía. “Libres de intervención. Nuestro trabajo es quitar vallas, no ponerlas. Vigilar que nadie les moleste. Dejar que la manada se regule, que los vínculos se formen. Es su territorio.”
Valeria lo miró de reojo. Su perfil estaba vuelto hacia el valle, y en su rostro había una expresión que ella no le había visto antes: una mezcla de profundo respeto y de una paz feroz. Este era su elemento. Aquí, las palabras sobraban. Aquí, él no era un hombre hosco, sino un custodio, un observador participante de algo mucho mayor que él mismo.
“¿Y qué sientes cuando los ves?” preguntó ella, impulsada por una curiosidad que iba más allá del reportaje.
Él tardó unos segundos en responder, como si la pregunta requiriera una traducción a un lenguaje más íntimo. “Siento… que el mundo todavía tiene un ritmo propio. Que no todo está perdido ni domesticado hasta el último rincón. Siento esperanza.” Giró la cabeza hacia ella. “Y responsabilidad. Por asegurarme de que sigan teniendo este cielo, esta tierra.”
Valeria asintió, volviendo la vista al valle. Un caballo alazán, más grande que los demás, alzó la cabeza y miró hacia la loma. Pareció observarlos un momento, con una inteligencia serena en sus ojos oscuros, antes de volver a pastar, indiferente.
“Entiendo por qué no quieres que esto se convierta en un decorado”, dijo ella, y esta vez no había reproche en su voz, solo entendimiento. “Sería… una profanación.”
La palabra, fuerte, resonó en el aire. Leo la miró fijamente, como si la viera por primera vez. No a la Valeria Montenegro pulida y eficiente, sino a la mujer que había detrás, la que podía intuir el valor de lo sagrado en lo salvaje.
“Sí”, repitió, más suave. “Lo sería.”
Permanecieron allí en silencio unos minutos más, compartiendo la vista, el aire fresco, la compañía tranquila. No era necesario hablar. El lenguaje aquí era el del viento, el del relincho distante, el del latido lento de la tierra.
Finalmente, Leo dio un golpecito suave en la roca. “Tenemos que intentar con tu coche. Se hace tarde.”
El regreso a la furgoneta fue en silencio, pero no era el silencio incómodo de antes. Era un silencio compartido, lleno de las imágenes del valle.
Cuando llegaron al lugar donde el SUV de Valeria estaba hundido en el barro, un hombre mayor con un tractor ya los esperaba. El rescate fue un proceso lento y ruidoso, de cadenas, de instrucciones a gritos entre Leo y el tractorista, de motores rugiendo. Valeria observaba, sintiéndose inútil, hasta que Leo le indicó que se pusiera al volante de su coche y guiara mientras ellos tiraban.
Cuando por fin las ruedas del SUV encontraron terreno firme, un sentimiento de triunfo absurdo la invadió. Bajó del coche, sonriendo, y sin pensar, extendió la mano hacia el tractorista. “Muchísimas gracias, señor.”
El hombre, de piel curtida y sonrisa amplia con algún diente de menos, le estrechó la mano con fuerza. “No hay de qué, hija. Leo dijo que había que ayudar. Y lo que Leo dice, va a misa por estos pagos.” Le guiñó un ojo a Leo, que solo movió la cabeza, incómodo ante el halago.
Cuando se fueron, Valeria se quedó junto a su coche, mirando el barro que lo cubría de los bajos hasta el techo. Parecía un vehículo diferente. Ya no era una burbuja limpia y aséptica. Llevaba las marcas del lugar.
“Deberías ir lavándolo en el próximo pueblo, antes de que el barro se seque”, dijo Leo, limpiándose las manos con un trapo.
“Sí”, dijo Valeria, pero no se movió. Se quedó mirándolo a él, a sus botas embarradas, a su camisa manchada, a su rostro donde la paz del mirador empezaba a ceder ante la realidad práctica del día. “Leo…”, comenzó, buscando las palabras. “Gracias. Por el rescate. Por el café. Por… mostrarme los caballos.”