La rutina de Madrid se cerró sobre Valeria como un guante demasiado ajustado. Las reuniones, las presentaciones, las cenas, las publicaciones estratégicas en redes. Cada gesto, cada sonrisa, cada palabra parecían ahora parte de un guion que alguien más había escrito. Adrián notaba su distracción, su nueva tendencia a quedarse mirando por la ventana de su oficina hacia un horizonte obstruido por edificios.
“Te noto rara desde que volviste de ese viaje”, le dijo una noche, mientras desenrollaba su servilleta en el restaurante italiano que frecuentaban. “¿Seguro que no pasó algo más? ¿Ese tipo… ese Leo, te dio problemas?”
Valeria tomó un sorbo de agua, ganando tiempo. “No, ningún problema. Solo fue… intenso. La tormenta, quedar atrapada. Me hizo pensar.”
“En qué”, preguntó Adrián, no por curiosidad sincera, sino como un gestor que identifica un posible fallo en el sistema.
“En el silencio”, dijo ella, y la palabra sonó a herejía en ese lugar lleno del murmullo sofisticado de conversaciones y el tintineo de cubiertos. “Allí hay un silencio que pesa. Que te obliga a escucharte a ti misma.”
Adrián sonrió, con esa sonrisa condescendiente que empezaba a hacerle rechinar los dientes. “Cariño, eso es el cansancio y el susto. Necesitas un fin de semana en un spa. Silencio de verdad, con masajes y aromaterapia. Yo mismo te lo reservo.”
Valeria asintió, fingiendo aceptación, pero por dentro algo se tensaba. Su silencio era un producto enlatado, otro ítem de lujo en su catálogo de bienestar. No era el silencio vasto y un poco intimidante de la estepa, ese que te confrontaba con tus propios vacíos.
Esa misma noche, en la cama, con Adrián ya dormido a su lado respirando con suavidad controlada, Valeria encendió su tablet. No revisó sus métricas. En su lugar, tecleó “Proyecto Rewilding Estepa Ibérica” en el navegador.
Encontró una web rudimentaria, llena de informes técnicos, fotos de paisajes sin retocar, gráficos de poblaciones animales. Nada marketiniano. En la sección de “Blog” o “Noticias”, las actualizaciones eran escasas y prácticas: “Reparación de cerramiento en sector norte”, “Avistamiento de buitre leonado con cría”, “Jornada de voluntariado para retirada de basura en cauce seco”. La prosa era directa, sin florituras. Como él.
Y entonces, en una entrada de tres meses atrás, encontró una foto. No era de paisaje. Era una imagen borrosa, tomada con un teleobjetivo, de un lobo. El animal estaba de pie sobre una roca, mirando hacia la cámara con una expresión que no era agresiva, sino inquisitiva, salvaje y lúcida. La descripción decía: “Macho alfa de la manada del Cañón, en un momento de vigilancia. Su presencia confirma la recuperación del ecosistema. Un signo de esperanza.”
Valeria amplió la foto. Miró los ojos amarillos del lobo. Sintió un escalofrío. Era la encarnación de todo lo que Leo defendía: lo indómito, lo que no se deja domesticar, lo que prospera cuando el hombre se retira. Pasó el dedo por la pantalla, sobre la imagen. Luego, casi sin darse cuenta, abrió su correo electrónico profesional. Creó un nuevo mensaje. Destinatario: la dirección genérica del proyecto. Asunto: Consulta sobre colaboración.
No era para el hotel. No era para Adrián. Era para ella.
“Hola. Soy Valeria Montenegro. Estuve en la Finca La Cabaña hace unos días, debido a un error de logística y a la tormenta. Quería, en primer lugar, reiterar mi agradecimiento por su ayuda. En segundo lugar, tras ver in situ su trabajo y la filosofía que lo guía, me ha surgido una pregunta personal, ajena a cualquier interés comercial anterior. Mi perfil profesional está en la intersección entre la sostenibilidad y la comunicación. Aunque entiendo y respeto su rechazo a campañas superficiales, me pregunto si existiría alguna forma genuina, no intrusiva, de ayudar a dar voz a proyectos como el suyo, más allá de los círculos académicos o activistas. No ofrezco una campaña. Ofrezco, si lo consideran útil, mi experiencia para traducir la importancia de su trabajo a un lenguaje que pueda resonar en otros ámbitos, quizás para conseguir otro tipo de apoyos (científicos, institucionales) o simplemente para dejar un testimonio serio. Sin contraprestación económica, por supuesto. Es solo una idea. Un intento de devolver, de alguna manera, la hospitalidad y la lección recibida. Saludos, Valeria Montenegro.”
Releyó el mensaje tres veces. Sonaba formal, quizá demasiado. Pero era honesto. No prometía likes. Hablaba de voz, de testimonio, de devolver. Pulsó “Enviar” antes de que el miedo al ridículo o la cordura pudieran detenerla.
La respuesta no llegó al día siguiente. Ni al otro. Valeria intentó no revisar el correo obsesivamente, pero cada notificación del móvil le hacía dar un respingo. Adrián le había reservado el fin de semana en un spa en la sierra. “Desconexión digital garantizada”, decía el folleto. A ella le sonó a sentencia.
La mañana del viernes, mientras hacía la maleta para el spa (ropa de yoga, bañador, cremas), el sonido de un nuevo correo la hizo volverse. No era la cuenta genérica. Era una dirección personal: l.mena.rewilding@---.com.
El corazón le dio un vuelco. Abrió el mensaje. Breve, como siempre.
“Señora Montenegro. Recibí su mensaje. La idea es inusual. Pero ‘lección recibida’ es una frase también inusual. Si su interés es genuino, el próximo jueves tenemos una jornada de seguimiento de la manada de caballos losinos en el valle que vio. Es trabajo de campo, no de oficina. Implica caminar, observar, anotar datos. Y silencio. Si cree que puede ser de utilidad ver el trabajo desde dentro para luego, quizá, hablar de él con propiedad, puede venir. Llegue a la finca a las 7:00 a.m. Traiga calzado resistente, ropa que no le importe manchar y agua. No prometo más que eso. LM.”
Valeria leyó el mensaje una y otra vez. Una invitación. O más bien, un desafío. “Si cree que puede…” Era una prueba. Un jueves. Tenía una reunión presencial clave con unos inversores coreanos ese día. Adrián esperaba que fuera, era fundamental.