El camino de regreso desde el valle fue más lento, cargado con el peso del silencio recién descubierto y la fatiga honesta que quemaba los músculos de las piernas de Valeria. Leo caminaba delante, su mochila pareciendo una extensión más de su espalda ancha. No hablaban, pero la quietud ya no era un abismo entre ellos, sino un puente tejido con la experiencia compartida.
De vuelta en la furgoneta, el olor a tierra y sudor se mezclaba en el espacio cerrado. Valeria se recostó en el asiento, mirando por la ventanilla el paisaje que ahora le resultaba menos hostil y más comprensible. Cada matorral, cada roca solitaria, tenía una función en ese gran tapiz ecológico que Leo intentaba restaurar.
“Tienes hambre”, declaró él, no como pregunta, mientras tomaba un desvío que no llevaba directamente a la finca.
“Un poco”,admitió ella, sorprendida por el tuteo espontáneo. Él pareció no notarlo, o quizá era la naturalidad del campo, donde las formalidades se desgastan rápido bajo el sol y el esfuerzo.
Pararon en un claro junto a un antiguo abrevadero de piedra, ya en desuso pero aún lleno de agua de lluvia. Leo sacó de la mochila un tupperware de aluminio y un par de manzanas. “Es lo que hay. Tortilla de ayer y fruta.”
Se sentaron en una piedra plana junto al agua. Valeria aceptó su mitad de tortilla envuelta en un trozo de papel de estraza. Estaba fría, densa, y le supo a gloria. Comieron en silencio, observando a los insectos patinar sobre la superficie del agua.
“¿Cómo les pones nombre a los caballos?” preguntó Valeria al fin, mordiendo su manzana. “¿‘Viento’, ‘Sombra’, ‘Grieta’…? No son nombres muy científicos.”
Leo terminó su bocado, limpiándose las manos en los muslos del pantalón. “Los nombres científicos los tienen en los informes. Estos… son para mí. Para reconocerlos de un vistazo, para entender su carácter. ‘Viento’ es impredecible, rápido para la pelea pero también para olvidar. ‘Sombra’ siempre está al margen, observando. ‘Grieta’ tiene una marca en la pata, sí, pero también es la que media, la que cubre las fracturas en la manada.” Hizo una pausa. “Darles un nombre que signifique algo te obliga a verlos como individuos, no como números. A respetar su personalidad.”
Valeria asimiló sus palabras. Era otra capa de su filosofía: el respeto profundo nacía del conocimiento íntimo, no de la distancia académica. “¿Y a los lobos? ¿También les pones nombre?”
La expresión de Leo se nubló ligeramente. “A los lobos no. Con ellos mantengo una distancia diferente. Son… más sagrados. Más esquivos. Un nombre humano les quitaría parte de su misterio, de su otredad. Para mí, son el ‘macho alfa del Cañón’, la ‘hembra de la Peña’. Es suficiente.”
Ella recordó la foto de los ojos amarillos en la pantalla de su tablet. “Los respetas demasiado para domesticarlos incluso con un apodo.”
Él la miró, y en sus ojos había un destello de aprobación. “Exactamente.”
“¿Y a la tierra?” insistió Valeria, empujada por una necesidad de entenderlo todo, de descifrar el código de este hombre y su mundo. “¿También le pones nombre a los valles, a las rocas?”
Un atisbo de sonrisa, la primera genuina y completa que Valeria le veía, curvó sus labios bajo la barba. Era una sonrisa transformadora, que alisaba las aristas duras de su rostro y le iluminaba los ojos. “A algunos sitios, sí. Los pastores y mis abuelos ya lo hacían. El ‘Collado del Suspiro’, porque el viento silba ahí de una forma especial. La ‘Fuente del Azor’, porque una pareja anida cerca. El ‘Valle del Silencio’, que es donde estuvimos hoy.” Su voz se suavizó. “Cuando un lugar tiene nombre, deja de ser un espacio vacío en el mapa. Se convierte en un lugar con memoria, con historias. Se le quiere de otra manera.”
Se le quiere. La frase resonó en el aire claro. Valeria miró a su alrededor, al claro anónimo donde estaban. “¿Y este lugar? ¿Tiene nombre?”
Leo siguió su mirada. “Este… no. Es solo un sitio donde parar. Pero ahora que has comido aquí, que has descansado… quizá podría llamarse la ‘Piedra de la Tortilla Fría’.” Dicho en su voz grave, la ocurrencia sonó tan inesperada y genuina que Valeria soltó una carcajada. Un sonido libre, sin filtro, que salió de su garganta y se perdió en el campo abierto.
Él la miró reír, y la sonrisa en sus propios labios se afianzó, como si disfrutara del sonido. “¿Qué? ¿No es un nombre digno?”
“Es perfecto”, dijo ella, secándose una lágrima de risa. “Absolutamente perfecto.”
Por un momento, sentados en la Piedra de la Tortilla Fría, con las manos sucias y el sol calentándoles la nuca, la distancia entre sus mundos pareció evaporarse. No eran la consultora de ciudad y el guarda de campo. Eran dos personas compartiendo un descanso, una comida sencilla y una risa.
La comodidad del momento animó a Valeria a hacer la pregunta que llevaba rondando desde el principio. “¿Por qué haces esto, Leo? De verdad. No la respuesta del deber o el legado. ¿Qué te trajo aquí, a esta vida, lejos de todo?”
La luz en sus ojos se atenuó un poco. La sonrisa desapareció, no bruscamente, sino como un barco que se hunde lentamente en el horizonte. Miró hacia el agua del abrevadero, su superficie quieta como un espejo imperfecto.
“Hubo un ‘antes’”, dijo, y su voz había perdido toda traza de ironía o levedad. “Yo no nací entre piedras y caballos salvajes. Nací en Zaragoza. Estudié Biología. Tenía una vida… normal. Una prometedora carrera en investigación, una novia, un piso con vistas a algo que no fuera esto.”
Valeria contuvo la respiración, sin atreverse a hacer un sonido que rompiera el hilo de su confidencia.
“Mi padre tenía esta finca. La cuidaba los fines de semana, como un hobby. Yo venía a ayudarle, pero era eso, una ayuda. Mi vida estaba en la ciudad.” Hizo una pausa larga, tragando saliva. “Hace siete años, él murió. De repente. Un infarto. Y esta tierra, este proyecto que era solo su sueño de jubilación, cayó sobre mis hombros. Y con ella, todas las deudas, las presiones para vender, la incomprensión.”