La semana pasó para Valeria envuelta en una niebla gris. Las reuniones en Madrid eran monótonas, las conversaciones con Adrián, superficiales y llenas de una tensión no dicha. Él había aceptado su “proyecto personal” con un resignado escepticismo, como si se tratara de un capricho pasajero que pronto se desvanecería ante la realidad de sus vidas entrelazadas. Pero Valeria sentía que cada hora en la ciudad la alejaba más de la persona que había sido y la acercaba, de un modo inquietante, a la que había vislumbrado en la estepa.
El correo de Leo llegó un martes por la noche. Breve, como era su costumbre.
“Valeria. Revisión de cámaras de fototrampeo. Viernes, 6:00 a.m. en la finca. Zona del Cañón. Terreno abrupto. Trae lo mismo y añade unos guantes. Puede haber zarzas. L.”
No había pregunta, no había opción. Solo el hecho. Y a Valeria le gustó esa contundencia. Era lo opuesto a las interminables rondas de aprobaciones y matices de su mundo. Respondió de inmediato: “Allí estaré. V.”
El viernes, la madrugada era fría y estrellada cuando salió de Madrid. Conducía con una determinación tranquila, una ruta que ya empezaba a ser familiar. Al llegar a la finca, las luces de la casa ya estaban encendidas, y una figura se movía en el interior. Llamó a la puerta.
Leo abrió. Llevaba una camiseta térmica negra que se adhería a su torso, delineando unos hombros anchos y unos brazos fuertes. Su pelo estaba húmedo, como si acabara de ducharse. Olía a jabón de bosque y a café recién hecho.
“Puntual”, dijo, dejándola pasar. “El café está listo. Tómalo mientras termino.”
Valeria entró, sintiendo el calor hogareño de la casa. Se sirvió una taza en la cocina, observándolo mientras él rellenaba una mochila con pilas, tarjetas de memoria, un botiquín pequeño. Sus movimientos eran eficientes, económicos. Cada gesto tenía un propósito.
“¿El Cañón?” preguntó ella, acercándose.
“Sí. Es la zona más agreste, donde hemos tenido más indicios del lobo. Y de otras cosas.” No especificó. “Las cámaras están en puntos estratégicos, cerca de senderos de fauna, puntos de agua. Hoy toca cambiar baterías y recoger la memoria.”
“¿Y vemos las fotos?”
“Aquí no. Luego, en el ordenador. A veces hay cientos, la mayoría de ramas movidas por el viento o conejos. Pero a veces… a veces hay sorpresas.”
Había un brillo de anticipación en sus ojos, el de un científico a punto de abrir una cápsula del tiempo. Valeria sintió un cosquilleo de emoción.
Salieron cuando el cielo empezaba a clarear. Esta vez, en lugar de la furgoneta, Leo condujo un todoterreno viejo pero robusto, capaz de adentrarse por veredas que parecían desafiar la gravedad. El traqueteo era brutal. Valeria se aferraba a la manilla de la puerta, pero no con miedo, sino con una especie de excitación salvaje.
“¿Nunca te da miedo volcar?” gritó sobre el ruido del motor.
Él lanzó una mirada rápida, una sonrisa fugaz. “Siempre. Pero el miedo es un buen compañero. Te mantiene alerta.”
Tras media hora de sacudidas, se detuvieron al borde de un barranco profundo, cuyas paredes de roca caliza se alzaban como murallas erosionadas. El aire era más frío aquí, y el silencio, profundo y resonante.
“La primera cámara está abajo”, dijo Leo, señalando un descenso escarpado. “Sígreme paso a paso. Y agárrate bien.”
El descenso fue una prueba. No había sendero, solo puntos de apoyo entre las rocas. Leo bajaba con la agilidad de un íbice, volviéndose cada pocos metros para comprobar que Valeria lo seguía. Él le indicaba dónde poner los pies, le tendía la mano en los tramos más complicados. Cada vez que sus manos se encontraban, Valeria sentía una descarga de calor, una conexión tangible que iba más allá del apoyo físico. Sus palmas eran ásperas, seguras. La agarraba sin vacilación, con una fuerza que la hacía sentirse a la vez vulnerable y protegida.
Llegaron a una repisa estrecha. Pegado a un tronco de sabina retorcida, un pequeño dispositivo verde con un objetivo. Leo se arrodilló, abrió un panel y comenzó a cambiar pilas. Valeria se quedó de pie, mirando a su alrededor. El Cañón era sobrecogedor. Un mundo vertical y sombrío, donde el sol solo entraba a mediodía.
“Aquí pasan cosas”, murmuró Leo, sin levantar la vista. “Es un corredor natural. Un lugar de paso… y de caza.”
Sacó la tarjeta de memoria y la guardó en un estuche etiquetado. Luego, con un gesto rápido, señaló unas marcas en el barro seco de la repisa. “Mira.”
Valeria se agachó. Eran huellas. Grandes, redondeadas, con la marca de las uñas. Más grandes que las de un perro grande.
“¿Lobo?” susurró.
Él asintió. “Macho. Reciente, de anoche o esta madrugada.” Puso su mano al lado de una huella. Era casi del mismo tamaño. “Es un animal magnífico.”
Hubo reverencia en su voz, no temor. Valeria miró la huella, luego la mano de Leo junto a ella. Dos fuerzas primarias, una animal, otra humana, coexistiendo en este espacio ancestral. Sintió un escalofrío que no era por el frío.
Subir fue más duro que bajar. Valeria resollaba, sus músculos protestaban. En un momento, al intentar trepar por una roca lisa, su pie resbaló. Un grito ahogado se le escapó. En un instante, el brazo de Leo la rodeó por la cintura, atrapándola contra su cuerpo, impidiendo la caída. Quedaron así, pegados, durante un latido eterno. Valeria podía sentir la dureza de su pecho contra su espalda, el calor que emanaba de él a través de las capas de ropa, el rápido latido de su corazón (¿o era el suyo?) contra sus costillas.
“Tranquila”, murmuró su voz, grave y cercana, en su oído. “Yo te tengo.”
Ella se aferró a su brazo, sintiendo los músculos de acero bajo la manga. La seguridad era absoluta, intoxicante. Por un segundo delirante, deseó que el momento no terminara.
Él la ayudó a encontrar un nuevo apoyo para los pies y, lentamente, la soltó. Pero la impresión de su cuerpo contra el de ella, la fuerza de su abrazo, quedó grabada en su piel como un hierro al rojo.