La habitación a oscuras zumbaba con el eco de sus respiraciones agitadas. La pantalla del ordenador, en modo de espera, proyectaba un tenue resplandor azul sobre sus rostros. Valeria aún sentía el ardor de los labios de Leo en los suyos, la impresión de sus manos en su cintura, la marca del salvaje abandono que acababan de compartir. Su cuerpo vibraba con una energía nueva, eléctrica y aterradora.
Fue Leo quien rompió el hechizo primero. Se apartó bruscamente, como si la piel de ella le quemara. Se levantó de la silla con un movimiento torpe, volviéndole la espalda. Su silueta, recortada contra la ventana ya oscura, parecía más tensa que nunca.
“Esto no puede pasar”, dijo, su voz ronca, cargada de una angustia que no esperaba oír en él.
El rechazo, aunque lógico, le dio un golpe seco en el estómago a Valeria. Se ajustó la camisa, sintiendo el desorden de su pelo suelto sobre los hombros. “¿Por qué? Porque tengo una vida en Madrid? Porque estoy prometida?” Su propia voz sonaba extraña, desafiante.
“¡Por eso y por todo lo demás!” Se volvió, y en sus ojos ella no vio arrepentimiento, sino conflicto, una guerra interna feroz. “Mira dónde estás, Valeria. Mira a tu alrededor. Esto es mi vida. Es barro, soledad, lucha contra furtivos y contra la bancarrota. Es levantarse a las cinco para que no se mueran los animales. ¿Tú crees que esto es para ti? ¿Para alguien que tiene… lo que tú tienes?”
“¡No sabes lo que tengo!” estalló ella, levantándose también. “No sabes nada de mi vida real. Solo ves la cáscara, la que yo misma me puse y que ahora me asfixia. Aquí… aquí siento que respiro por primera vez. Aquí contigo, aunque sea complicado, aunque sea duro, siento que estoy viva, no representando un papel.”
Leo la miró, desconcertado por su arrebato. “Es el efecto novedad. La emoción de lo prohibido. Se te pasará cuando vuelvas a tu loft, a tu ropa limpia, a tu hombre… a Adrián.” Pronunció el nombre con un deje de amargura.
Valeria dio un paso adelante. “¿Crees que es así de simple? ¿Crees que he pasado años construyendo una vida para tirarla por la ventana por un capricho?” Sacudió la cabeza, el pelo cayéndole sobre los ojos. “No, Leo. Lo que pasó aquí… fue real. Y tú lo sabes.”
Él apretó los puños, mirando al suelo. “Es real. Por eso es peligroso. Yo no soy… no soy bueno para esto. Para los sentimientos complicados. Mi vida es simple: la tierra, los animales, el deber. No sé jugar a estos juegos de ciudad.”
“¿Quién te dice que sea un juego?” insistió ella, su voz bajando a un susurro cargado. “¿Quién te dice que no pueda aprender a vivir con barro y madrugadas? ¿O que tú no puedas aprender a… a dejarte querer?”
La frase los dejó a ambos sin aliento. Leo alzó la mirada, y en sus ojos había un destello de esperanza tan vulnerable que le partió el corazón. Pero también había miedo. Un miedo profundo, arraigado.
“Mi padre…”, comenzó, y se interrumpió. Tragó saliva. “Mi padre dejó todo por esta tierra. Y al final, la tierra se lo llevó. Se consumió por ella. Mi madre… se fue. No pudo con la dureza, con la obsesión. Esto… esto que hago, no es un trabajo. Es una devoción. Y las devociones dejan poco espacio para nada más. Para nadie más.”
Valeria entendió entonces la raíz de su resistencia. No era solo ella, su ciudad, su prometido. Era el fantasma de su padre y el abandono de su madre. Era el temor a repetir la historia, a herir o ser herido.
“No soy tu madre, Leo”, dijo suavemente, acercándose, pero sin tocarlo. “Y tú no tienes que consumirte solo. Tal vez… tal vez dos personas rotas de maneras diferentes puedan ayudarse a sanar. A encontrar un equilibrio.”
Él emitió un sonido entrecortado, una mezcla de risa y dolor. “Eres increíble. Vienes aquí con tus palabras bonitas y tus ideas de película. La vida no es así. Aquí no hay equilibrios. Hay elecciones. Y yo ya elegí.”
“¿Y si te ofrecieran otra opción?” La pregunta salió de sus labios antes de poder meditarla.
“¿Qué opción? ¿Que tú vengas los fines de semana mientras sigues con tu vida de princesa en Madrid? ¿O que yo me ponga un traje y vaya a tus cócteles?” Su tono era áspero, sarcástico. “No funcionaría, Valeria. Uno de los dos acabaría renunciando a lo que es. Y el resentimiento lo pudriría todo.”
Tenía razón. Una parte lógica y aterrada de Valeria lo sabía. Pero otra parte, la que había florecido en el Cañón y que ardía aún con el recuerdo de su beso, se rebelaba.
“Entonces, ¿qué propones?” preguntó, cruzando los brazos, no en defensa, sino para contener el temblor que sentía. “¿Que finjamos que esto no ha pasado? ¿Que yo me vaya y no vuelva nunca, y tú sigas aquí, solo con tus lobos y tu culpa?”
“¡Sí!” exclamó él, con una vehemencia que los sobresaltó a ambos. “¡Eso es exactamente lo que debería pasar! Es lo sensato. Lo correcto.” Pero sus ojos decían otra cosa. Decían desgarro.
Valeria sintió que las lágrimas le picaban, pero se negó a dejarlas caer. No aquí. No ahora. Asintió, lentamente, un nudo de desolación apretándole la garganta.
“De acuerdo”, dijo, su voz apenas un hilo. “Lo sensato. Lo correcto.” Recogió su chaqueta del respaldo de la silla. “Entonces, me voy.”
Caminó hacia la puerta, cada paso sintiéndose como caminar sobre cristales rotos. Al cruzar el umbral, se detuvo. No se volvió. “Solo una cosa, Leo. En mi mundo ‘de princesa’, lo sensato y lo correcto han guiado cada paso de mi vida durante diez años. Y me han llevado a una jaula dorada donde me estoy muriendo de frío. Hoy, aquí contigo, haciendo algo ‘insensato’, sentí más calor que en todos esos años sumados. Piénsalo.”
Salió, cerró la puerta con suavidad y se dirigió a su coche. La noche era fría y estrellada, inmensa e indiferente. Al arrancar, vio a través del ventanal de la casa la silueta de Leo, aún de pie en medio de la sala, inmóvil como una estatua de dolor.
El viaje de regreso a Madrid fue un borrón. Las lágrimas llegaron entonces, silenciosas y amargas. No lloraba solo por el rechazo, sino por la verdad brutal de sus palabras. Él tenía una vida, una misión, un territorio marcado por cicatrices que ella apenas empezaba a comprender. ¿Qué derecho tenía a irrumpir en ella exigiendo un espacio? ¿Qué podía ofrecerle, realmente, más que complicaciones y la amenaza de otro abandono?