La mañana llegó con la frialdad grisácea de la ciudad. Valeria abrió los ojos sintiéndose como si hubiera dormido sobre piedras. El mensaje de Leo ardía en su mente, una brasa viva en medio del desorden de sus pensamientos. No había respondido. ¿Qué podía decir? Su silencio ya era una respuesta, una confesión de su propia confusión.
El día era sábado. Adrián había dicho que tenían una cita para probar el menú de catering para la boda. Una boda que, hasta hacía una semana, había sido el centro lógico de su futuro. Ahora, la idea de elegir entre salmón ahumado o tataki de atún le parecía un ejercicio surrealista y vacío.
Se vistió con ropa cómoda pero elegante: un vestido de lino beige, sandalias planas. Se miró en el espejo del vestíbulo. La mujer que la devolvía la mirada tenía ojeras, una tensión alrededor de la boca que el corrector no podía ocultar. Parecía mayor. O quizá solo más real.
Adrián la recogió en su coche híbrido silencioso. Le dio un beso rápido en la mejilla. “Te noto pálida. ¿El campo no te sentó bien?”
“Fue intenso”, dijo ella, mirando por la ventanilla. “Pero instructivo.”
En el restaurante, un lugar de diseño minimalista con paredes de ladrillo visto y luces Edison, el chef les presentó las opciones. Valeria probó bocado tras bocado sin saborear realmente nada. Su paladar parecía haberse quedado en la estepa, acostumbrado a sabores crudos y verdaderos.
“¿Qué te parece el risotto de bogavante, cariño?” preguntó Adrián, tomando nota en su iPad.
“Está bien”, respondió ella, mecánicamente.
Adrián bajó el iPad y la miró con una expresión entre preocupada e irritada. “Val, ¿qué te pasa? Llevas días ausente. ¿Es ese proyecto? Porque si te está afectando tanto, quizá deberías dejarlo.”
Su tono era el de un médico recomendando dejar un hobby nocivo. Valeria sintió que algo se tensaba dentro de ella, como un cable a punto de romperse.
“No es un ‘proyecto’, Adrián. Es… es algo que me importa.”
“¿Más que nuestra boda? ¿Más que el lanzamiento del hotel?” Su voz era calmada, pero sus ojos eran agujas.
“No se trata de una competencia”, dijo Valeria, conteniendo la frustración. “Se trata de que hay partes de mí que… que había olvidado. Y que estoy redescubriendo.”
Adrián soltó un suspiro, recostándose en la silla. “Mira, sé que a veces la presión del trabajo y los preparativos puede ser mucho. Quizá necesitemos unas vacaciones. Un safari en Botswana, algo espectacular, para desconectar de verdad.”
Un safari. La palabra le pareció obscena. Ir a observar lo salvaje desde la comodidad de un jeep con bar, a fotografiar elefantes para luego volver a un lodge de lujo. Era justo lo opuesto a lo que había vivido, a lo que había sentido: ser parte del paisaje, no una turista en él.
“No necesito un safari, Adrián”, dijo, y su voz sonó más firme de lo que esperaba. “Necesito… autenticidad.”
Él frunció el ceño, como si hubiera dicho una palabra en un idioma extranjero. “¿Autenticidad? Valeria, nuestras vidas son auténticas. Hemos construido esto juntos. Es real.”
¿Lo era? ¿Era real la mesa de centro de mármol que elegían a dúo, o el color de las invitaciones, o el plan de inversiones a cinco años? En ese momento, le parecieron escenarios, decorados de una obra en la que ella había olvidado su verdadero papel.
“¿Y si lo que quiero no encaja en ese plan?” La pregunta cayó entre ellos como un cristal roto.
Adrián la miró fijamente, durante unos segundos que se hicieron eternos. Su expresión pasó de la incredulidad a una comprensión fría y calculadora. Era el mismo look que tenía cuando un negocio se torcía.
“Está hablando de ese hombre, ¿verdad? Del de la finca.” No era una pregunta.
Valeria se quedó sin aire. No había esperado el ataque directo. “¿Qué?”
“No soy idiota, Valeria. Te fuiste dos veces a un lugar remoto, con un tipo que vive solo en el monte. Vuelves hecha polvo, distante, cuestionando todo. Los patrones son fáciles de leer.” Su voz era gélida, profesional. “¿Ha pasado algo?”
La tentación de negar, de esconderse detrás de la mitad de verdades, fue enorme. Pero la mentira le habría sabido peor que la traición. Respiró hondo.
“Nada… físico. Hasta ayer.” La admisión la dejó temblorosa, pero también, extrañamente, más ligera.
La cara de Adrián se demudó. El control perfecto se resquebrajó por un instante, mostrando una rabia genuina y herida. “¿Hasta ayer? ¿Qué quiere decir eso?”
“Que ayer… nos besamos.” Las palabras, dichas en voz baja en el refinado restaurante, sonaron a blasfemia.
Adrián palideció. Se llevó la mano a la sien, como si le doliera. “Dios, Valeria. ¿En serio?” Miró a su alrededor, comprobando que nadie los escuchara, antes de inclinarse sobre la mesa. Su susurro era una cuchillada. “¿Después de todo lo que tenemos? ¿Por un salvaje?”
“No lo llames así”, replicó ella, instantáneamente a la defensiva. “No lo conoces.”
“¡Y parece que tú tampoco! ¿Qué crees que va a pasar? ¿Que te irás a vivir con él a una choza? ¿Dejarás tu carrera, tu vida, por un capricho romántico de naturaleza?” Su sarcasmo era venenoso. “Despierta. Esto es una crisis de los treinta, una rebelión tonta contra lo establecido. Y vas a destruir todo lo que hemos construido por ello.”
Cada palabra era un martillazo en los cimientos de su antigua vida. Y cada martillazo, en lugar de derrumbarla, parecía despejar escombros, dejando al descubierto una base más sólida y terrible: su verdad.
“No es un capricho, Adrián”, dijo, y su voz ahora era calmada, clara. “Es que me he dado cuenta de que en esta vida que hemos ‘construido’, yo me he convertido en un accesorio. La novia perfecta, la socia perfecta, la influencer perfecta. Pero en ningún sitio está Valeria. Y con él… con Leo, aunque sea complicado y doloroso, me ve. Ve a la persona, no al accesorio.”
Adrián se quedó mirándola, y en sus ojos ella vio cómo el hombre de negocios evaluaba la situación. La pérdida emocional era una variable, pero también lo era el daño a su imagen conjunta, a los proyectos, a la narrativa de la “pareja perfecta”. Su siguiente pregunta lo confirmó.