Te DecÍa

Capítulo 10

La primera noche sola en el loft fue un silencio elocuente. Adrián no llamó. Probablemente estaba recalibrando daños, decidiendo la narrativa que darían a sus círculos. Valeria encendió todas las luces, pero la amplitud del espacio, antes símbolo de éxito, ahora solo amplificaba su vacío. Se sentó en el suelo de la cocina, junto a la isla de mármol, y comió un yogur directamente del bote. El simple acto, tan poco refinado, le pareció un primer paso hacia una nueva honestidad.

A la mañana siguiente, el mundo exterior se estrelló contra sus ventanas. Su móvil, que había vuelto a encender con aprensión, explotó. Docenas de mensajes: su madre, histérica (“¡¿Has perdido la cabeza, hija?!”); sus amigas, entre la preocupación y el morbo (“¿Pasó algo? ¿Necesitas hablar?”); socios de la consultora, midiendo el impacto (“Valeria, necesitamos una reunión urgente para gestionar la comunicación”). Adrián, siguiendo el guión de la corrección empresarial, había enviado un escueto correo: “Entiendo y respeto tu decisión. Sugiero una pausa profesional de dos semanas para ambos, para reajustar responsabilidades y proyectos compartidos. El abogado se pondrá en contacto para los detalles de la disolución.” Ni una palabra sobre el dolor, sobre los años. Solo gestión de activos.

Era lo que ella había elegido al escogerlo a él, lo sabía. Pero verlo plasmado con tanta frialdad le heló la sangre. No había sido una relación, había sido una sociedad. Y ella había renunciado a su puesto.

Decidió no esconderse. Publicó una breve declaración en sus redes, dirigida a sus seguidores y al ecosistema profesional: “Con agradecimiento por el apoyo recibido a lo largo de los años, comunico que Adrián López y yo hemos decidido, de mutuo acuerdo y tras una profunda reflexión, poner fin a nuestro compromiso. Pedimos respeto y privacidad en este momento personal, mientras nos enfocamos en caminos separados, tanto en lo personal como en lo profesional. Seguiré trabajando en proyectos de sostenibilidad y comunicación que me apasionan.” Firme, elegante, sin dar pie al drama. El equipo de crisis de Adrián sin duda aprobaría el tono. A ella le sabía a ceniza.

Las respuestas fueron un torrente. Apoyo de algunos seguidores, conmoción de otros, y un submundo de comentarios maliciosos que especulaban sobre infidelidades o “crisis nerviosas”. Los bloqueó a todos. Había vivido demasiado tiempo pendiente de esos ecos. Ahora, el único eco que le importaba era el del viento en el Cañón, y ese estaba en silencio.

No había vuelto a contactar a Leo. Su orgullo y su confusión se lo impedían. ¿Iría ahora, recién liberada, a poner su vida destrozada a sus pies? No. Necesitaba entender qué había hecho, por sí misma. Y necesitaba, sobre todo, un refugio que no fuera la jaula dorada vacía en la que se había convertido su piso.

Sin pensarlo dos veces, hizo una maleta grande. No con ropa de diseño, sino con lo esencial, lo cómodo, lo que le permitiera moverse y trabajar de forma remota. Su portátil, su tablet, algunas cosas. Llamó a su socia y le dijo que se tomaría un tiempo de desconexión real, que trabajaría a distancia mientras reevaluaba su papel en la empresa. Hubo resistencia, pero Valeria fue firme. Había perdido el miedo a decir no.

Salió de Madrid al atardecer. No tenía un plan claro, solo una dirección instintiva. No fue directamente a la estepa. Eso habría sido demasiado obvio, demasiado patético. En su lugar, condujo hacia el norte, hacia los Pirineos, y alquiló una pequeña casa de piedza en un pueblo minúsculo, perdido en un valle. No era la finca de Leo. Era un lugar neutral, donde el silencio también era profundo, pero no estaba cargado con la expectativa de su mirada.

Los primeros días fueron de un desarraigo brutal. Sin agenda, sin notificaciones que estructuraran su tiempo, sin la presencia de Adrián para cenar o discutir proyectos. Se sentía como un astronauta a la deriva, separada de la gravedad que había regulado cada movimiento. Caminaba por los senderos del valle durante horas, sin prisa, sin destino. Observaba los árboles, los arroyos, intentando aplicar la lección de Leo: mirar sin juzgar, solo ver.

Una tarde, sentada en la orilla de un río de aguas verdes y frías, abrió su tablet. No para revisar redes, sino para escribir. Empezó a plasmar, en un documento en blanco, todo lo que había vivido en la estepa. No como un informe, ni como un post para redes. Sino como un relato crudo, para ella. Describió el miedo de la tormenta, la paz de los caballos, la tensión en el cuerpo de Leo al hablar de su padre, el sabor a tierra y rabia de su beso, el dolor lúcido de dejarlo ir. Escribió durante horas, hasta que los dedos le dolían y la pantalla se teñía del azul del crepúsculo. Fue catártico. Fue aterrador. Fue verdadero.

Al cuarto día, la necesidad de saber, de romper el limbo en el que había dejado a Leo (y a sí misma), fue más fuerte que el orgullo. No podía seguir escribiendo a un fantasma. Tomó su teléfono y, con el corazón en la garganta, escribió un mensaje. No al número que había usado para la cita de las cámaras, sino al personal, al que le había escrito “No quiero que sea la última vez.”

“No estoy en Madrid. He roto mi compromiso. No por ti. Por mí. Pero ahora estoy en un valle, sola, aprendiendo a escuchar el silencio que no tiene nombre. Y me pregunto si el guardián del Cañón sigue ahogándose en lo sensato. V.”

Lo envió. Apagó el teléfono. No quería la ansiedad de esperar una respuesta que podía no llegar, o que podía ser otra negativa. Salió a caminar bajo las estrellas, una manta sobre los hombros, y lloró. Lloró por la vida que había enterrado, por la incertidumbre que la acechaba, por la intensidad aterradora de sentirse, por fin, dueña de su propio dolor.

Cuando volvió, temblorosa por el frío y la emoción, encendió una lámpara y vio la pantalla del móvil parpadear. Un mensaje. Un nudo la estranguló.

No era de Leo. Era de un número desconocido. Con manos que le temblaban, lo abrió.



#4881 en Novela romántica

En el texto hay: amor, romance o

Editado: 30.12.2025

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