El silencio en el granero era denso, roto solo por el resuello tranquilo de ‘Grieta’ y el leve crujir de la paja bajo los pies de Leo. Valeria permanecía junto a la puerta, observando cómo la tensión en los hombros de él parecía descargarse lentamente al contacto con el animal. La venda en su brazo era una mancha blanca y pura en medio del desorden de tierra y sangre seca.
Finalmente, él se levantó. El movimiento fue pausado, cargado de una fatiga que iba más allá de lo físico. Se volvió hacia ella, y su mirada ya no era la de un extraño hosco ni la de un hombre desgarrado por la pasión y la culpa. Era una mirada agotada, vulnerable, y profundamente humana.
“Gracias”, dijo, la palabra simple pero cargada de un significado que trascendía el agradecimiento por los cuidados a la yegua.
“No hay de qué”, respondió Valeria, su voz suave en la penumbra del granero. “¿Estás seguro de que estás bien? El brazo…”
“Es un rasguño. Los puntos son por estética, más que nada.” Hizo un gesto de desdén hacia la venda. “Los otros… no les fue tan bien.” Un destello de satisfacción sombría cruzó sus ojos. “Uno tiene la nariz rota. El otro está detenido.”
“Me alegro”, dijo ella con firmeza. No había lugar para la falsa compasión hacia quienes habían intentado destrozar lo que él protegía.
Leo la observó, como si reevaluara su reacción. Un asentimiento casi imperceptible fue su respuesta. Miró hacia la casa, donde la luz de la cocina ya estaba encendida. Lucía había preparado café, probablemente. “Ven”, dijo. “Necesito sentarme un minuto.”
La siguieron dentro. Lucía, pragmática, ya había llenado tres tazas humeantes. “Me voy”, anunció, cogiendo su maletín. “‘Grieta’ está estable. Mañana temprano vuelvo para otra dosis. Necesita reposo absoluto y los vendajes cambiados cada doce horas.” Miró a Valeria. “Tú pareces capaz. ¿Te quedas?”
La pregunta flotó en el aire cargado de la cocina. Valeria miró a Leo, que no decía nada, solo contemplaba su taza de café como si las respuestas pudieran estar en su superficie oscura.
“Sí”, dijo Valeria, sin vacilar. “Me quedo. Para lo que haga falta.”
Lucía sonrió, un gesto cansado pero genuino. “Bien. Leo, no seas cabezota. Déjala ayudarte. Con el animal y con todo lo demás.” Y con un último saludo, salió, dejándolos solos con el crepitar de la estufa de leña y el peso de la decisión recién tomada.
El silencio se prolongó. Leo tomó un sorbo de café. “No tienes que hacer esto”, dijo al fin, sin mirarla. “No es tu responsabilidad.”
“Lo sé”, respondió Valeria, acercándose a la mesa. Se sentó frente a él. “Pero quiero hacerlo. Y creo que ‘Grieta’ se siente más tranquila si estoy cerca.” Hizo una pausa. “Y quizá tú también.”
Él alzó la vista, sus ojos gris-verde encontrando los de ella. No había ironía, ni desafío. Solo una curiosidad exhausta. “¿Por qué, Valeria? ¿Por qué estás realmente aquí? No me digas que por un caballo herido.”
Ella respiró hondo. Era el momento de la verdad, sin adornos. “Estoy aquí porque cuando leí el mensaje de Lucía, supe que era donde debía estar. Porque en Madrid, o en ese valle de los Pirineos, solo estaba esperando. Esperando a ver si tenía el valor de admitir lo que quería. Y esto… esto lo aclara todo.” Hizo un gesto vago que abarcaba la cocina sencilla, el granero afuera, a él. “Aquí la vida duele, es desordenada, es peligrosa a veces. Pero es real. Cada parte de ella. Y yo necesito real, Leo. Lo necesito como necesito respirar. He pasado demasiado tiempo viviendo en una fotografía.”
“¿Y qué esperas encontrar?” preguntó él, su voz más suave. “¿Una nueva vida pintoresca? ¿Una historia de redención en el campo? Esto no es un refugio temporal, Valeria. Esto es el frente. Hoy ha sido una bala. Mañana puede ser una sequía que mate a los potros, una enfermedad, un papel del banco que lo eche todo a perder. No es romántico. Es agotador.”
“No busco romanticismo”, replicó ella, sosteniendo su mirada. “Busco propósito. Busco algo en lo que creer que no sea yo misma. Y creo en lo que haces aquí. Lo he visto. Lo he sentido. Y creo… que puedo aprender a ser útil. De verdad. No gestionando la imagen del proyecto, sino sudando por él. Como hoy.”
Leo la estudió durante lo que pareció una eternidad. Su mirada recorrió su rostro, sus manos aún sucias sobre la mesa de madera, como si buscara la más mínima señal de duda, de falsedad. Valeria no apartó la vista. Le mostraba su determinación, su fragilidad y su fuerza, todo mezclado.
“¿Y qué pasa con tu vida?” insistió él, el último bastión de su resistencia. “Tu trabajo, tu familia, tus amigos… todo lo que dejaste.”
“Mi trabajo puede ser remoto en gran parte. Ya he hablado con mi socia. Mi familia… me entenderán, o no. Pero es mi vida. Y mis amigos…”, se encogió de hombros, una sonrisa triste en los labios, “descubrí que la mayoría eran colegas o conocidos de Adrián. No tengo tanto que perder como creía. O más bien, perdí lo que no valía la pena.”
La crudeza de su autoevaluación pareció conmoverlo. Bajó la mirada a sus propias manos, marcadas por el trabajo y la reciente pelea. “Yo… no sé ser otra cosa que esto. No sé cómo hacer espacio para alguien. Mi padre lo intentó con mi madre, y mira cómo terminó.”
“No somos tus padres”, dijo Valeria con dulzura, pero firmeza. “Yo no soy tu madre, que huyó de la dureza. Al contrario, la busco. Y tú… tú no tienes que consumirte en soledad para honrar a tu padre. Quizá honrarlo sea aprender a compartir esta carga. A construir algo que dure, no solo sobre la tierra, sino entre las personas que la cuidan.”
Eran las palabras más largas y sinceras que le había dirigido. Pronunciadas en la cocina pobremente iluminada, tenían el peso de un juramento.
Leo se levantó y se acercó a la ventana, mirando hacia el granero. Su espalda ancha parecía llevar el peso del mundo. “Es una locura”, murmuró, más para sí mismo que para ella.
“Totalmente”, admitió Valeria, también de pie. Se acercó a él, pero sin tocarlo, respetando el espacio que aún necesitaba. “Pero es mi locura. Y quiero probar. No te pido promesas, Leo. Solo te pido… que me des una oportunidad. Que me permitas estar aquí, ayudar, aprender. Y ver qué pasa. Un día a la vez.”