Los días siguientes a la tormenta fueron como la tierra después de la lluvia: cargados de una tensión fértil, de algo que había germinado bajo la superficie y ahora presionaba por salir a la luz. El contacto en la cueva había roto una barrera invisible. Ahora, cada mirada sostenida un segundo de más, cada vez que sus manos se encontraban al pasar una herramienta, cada silencio cómodo compartido en el porche al atardecer, reverberaba con el eco de aquella cercanía forzada por la naturaleza. No hablaban de ello. Era como si ambos, tácitamente, hubieran decidido dejar que esa nueva capa de intimidad se asentara, se integrara en la textura de su convivencia, antes de darle un nombre.
El trabajo continuaba, implacable. ‘Grieta’ mejoraba notablemente, ya podía ponerse de pie y cojear unos pasos, su mirada tranquila seguía a Valeria por el corral con una confianza que le llenaba el pecho de una ternura feroz. Leo, mientras tanto, estaba inmerso en un problema logístico: la sequía primaveral, más intensa de lo habitual, estaba secando los pequeños arroyos y charcas que servían de bebederos naturales para la fauna. Los bebederos artificiales que tenían repartidos no eran suficientes.
“El arroyo de Los Pájaros ya es solo un hilo de agua”, dijo una tarde, señalando un mapa con el dedo engrasado. “Y la fuente del Azor se está ensuciando con sedimentos. Si no llueve en serio pronto, tendremos que empezar a transportar agua en camión cisterna. Y eso es un costo que no podemos asumir.”
Valeria observaba el mapa, sus ojos recorriendo las líneas azules discontinuas que representaban los cursos de agua. “¿Y si en lugar de traer agua, la almacenamos mejor? ¿O la redirigimos?”
Leo soltó un suspiro cansado. “He pensado en eso. Hay un proyecto viejo de mi padre. Quería construir una pequeña presa de piedra seca en la cabecera del arroyo de Los Pájaros, para crear un embalse natural que retuviera el agua de las lluvias de invierno y la liberara poco a poco en verano. Incluso trazó los planos.” Se levantó y fue a una estantería abarrotada, sacando un tubo de cartón polvoriento. “Pero nunca llegó a hacerlo. Se enfermó.”
Desenrolló los planos sobre la mesa. Eran dibujos hechos a mano, con líneas firmes y anotaciones en una caligrafía pulcra que Valeria no conocía. Viéndolos, sintió un nudo en la garganta. Eran la huella tangible del sueño del padre de Leo, de su legado inconcluso.
“Es… hermoso”, murmuró, pasando un dedo sobre las líneas sin tocarlas. “¿Y es viable?”
“Técnicamente, sí. Es un método antiguo, sostenible. No usa cemento, solo piedras del lugar encajadas. Crea un microhábitat, frena la erosión…”, explicó Leo, su voz tomando un tono apasionado que solo usaba cuando hablaba de la tierra. Luego se apagó. “Pero necesitaríamos permiso de la Confederación Hidrográfica, mano de obra, tiempo… y ahora mismo, ni tengo el dinero para pagar a un peón, ni puedo dejar el resto del proyecto desatendido.”
Valeria estudió los planos, luego miró a Leo. Vio en sus ojos la misma frustración que debió sentir su padre: la visión clara de una solución, bloqueada por la cruda realidad de los recursos. Una idea comenzó a formarse en su mente, atrevida, quizá descabellada.
“¿Y si la mano de obra no fuera un problema?”, dijo lentamente.
Él frunció el ceño. “¿A qué te refieres? ¿A nosotros dos? Valeria, eso es una obra de meses para varias personas. No somos albañiles.”
“No hablo de nosotros.” Ella se acercó a su portátil, que estaba en modo de suspensión. “Hablo de voluntarios.”
Leo se rió, un sonido seco y sin humor. “¿Voluntarios? ¿Aquí? ¿Quién va a venir a pasar semanas en el monte, trabajando de sol a sol por nada?”
“Gente a la que le importe”, insistió ella, encendiendo la pantalla. “Leo, he pasado años comunicando, creando comunidades alrededor de ideas. Tu proyecto… la gente lo desconoce, pero si se explica bien, si se muestra la necesidad y la belleza de lo que haces, habrá gente dispuesta a ayudar. No por dinero, sino por ser parte de algo así.”
Él negó con la cabeza, escéptico. “Es una fantasía. Y aunque vinieran, habría que organizarlos, alimentarlos, asegurarlos… es un dolor de cabeza.”
“Deja que lo intente”, dijo Valeria, poniéndose frente a él. Su mirada era intensa, convincente. “No como una campaña de marketing. Como… como una llamada a las armas. Para completar el sueño de tu padre. Para salvar a los animales este verano. Déjame usar lo que sé hacer, pero esta vez para algo real. Para esto.”
La vehemencia en su voz lo hizo callar. La observó, midiendo su determinación. “¿Y qué ganas tú con esto?”, preguntó, con esa franqueza desarmante que a veces usaba.
Valeria sonrió, un gesto triste y dulce a la vez. “Gano ver ese peso que llevas en los hombros desde que llegué, aliviarse un poco. Gano contribuir a algo que perdurará. Gano…”, hizo una pausa, buscando las palabras, “…ganar mi lugar aquí. No como tu ayudante, sino como tu compañera. En esto.”
La palabra “compañera” resonó en la cocina silenciosa. Leo la sostuvo la mirada, y en sus ojos ella vio la lucha interna: el miedo a la exposición, a depender de otros, a que su santuario se llenara de extraños, contra la esperanza desesperada de ver el sueño de su padre hecho realidad.
“Es un riesgo enorme”, dijo al fin, su voz baja.
“Lo sé.”
“Podría salir mal. Podría no venir nadie, o venir gente inútil, o el permiso podría denegarse…”
“Podría”, admitió ella. “Pero también podría funcionar. Y si funciona, cambiaría las cosas, Leo. No solo para el agua, sino para el proyecto. Para su futuro.”
Él se pasó una mano por el pelo, mirando los planos amarillentos. Su padre los había tocado, soñado sobre ellos. “¿Cómo lo harías?”
Valeria respiró aliviada. Era la brecha que necesitaba. Se sentó frente al portátil. “Primero, necesito la historia. No la técnica, la historia humana. Tu padre, su sueño, por qué es importante ahora. Necesito fotos, vídeos cortos, del arroyo seco, de los animales en los bebederos vacíos. Luego, crearé un sitio web simple, una convocatoria clara. Buscaré plataformas de voluntariado ambiental, comunidades universitarias, grupos de excursionistas comprometidos. Les pediremos un compromiso de una o dos semanas, les explicaremos las condiciones duras, les daremos un propósito claro: construir algo que quedará para siempre.”