El amanecer del primer día de trabajo masivo tuvo la cualidad épica de un campamento antes de la batalla. El olor a café a granel se mezclaba con el polvo levantado por decenas de botas y el murmullo de voces animadas y un poco nerviosas. Valeria, con una gorra y una lista en la mano, se sentía como una general de un ejército de voluntarios heterogéneo. Había estudiantes con piel pálida de ciudad, jubilados de manos nudosas pero ojos brillantes, un par de oficinistas que confesaron haber hecho esto "para recordar que tenían cuerpo". Leo, por su parte, era el general en jefe silencioso. Se había puesto en modo práctico, su timidez social disfrazada de concentración profesional.
Dividió a la gente en grupos. Los más fuertes, con Leo al frente, se encargarían de extraer y transportar las piedras planas del lecho seco del arroyo y de las laderas cercanas. Otro grupo, supervisado por un voluntario ingeniero civil jubilado, prepararía el terreno y marcaría la base del muro siguiendo los planos. Un tercero, con Valeria, se ocuparía de la logística: agua, comida, primeros auxilios, y de asegurarse de que nadie se perdiera o sufriera una insolación.
El primer golpe de pico contra la tierra seca sonó como un disparo de salida. A partir de ahí, el caos organizado se apoderó del valle. El sonido metálico de herramientas, las instrucciones gritadas, las risas nerviosas y los gruñidos de esfuerzo crearon una sinfonía de trabajo colectivo. Valeria corría de un lado a otro, repartiendo botellas de agua, vendando ampollas, traduciendo las instrucciones técnicas de Leo a términos más comprensibles.
Al mediodía, el sol era un yunque de fuego sobre sus cabezas. La sombra era un bien preciado. Comieron sentados en el suelo, bajo una lona que extendieron, compartiendo bocadillos sencillos y conversaciones rotas por el cansancio. Valeria observaba a Leo. Estaba en su elemento, señalando un punto en el plano a un grupo, corrigiendo la inclinación de una piedra base con un ojo experto. Sudaba copiosamente, la camisa pegada a su espalda. Pero en sus ojos, en lugar de la tensión habitual, había un destello de algo que podía ser... satisfacción.
Durante la tarde, ocurrió el primer incidente. Un joven voluntario, intentando mover una piedra demasiado grande, resbaló y se torció el tobillo. Fue un momento de pánico silencioso. Valeria llegó corriendo con el botiquín, pero fue Leo quien tomó el control. Con una calma que tranquilizó a todos, examinó el tobillo ("Es un esguince leve, no está roto"), improvisó una férula con una tablilla y un vendaje, y organizó, con la ayuda de dos voluntarios, el traslado del chico a la sombra y luego a la furgoneta para llevarlo al médico del pueblo.
"Esto va a pasar", le susurró Valeria a Leo, mientras veían alejarse la furgoneta. "La gente se asustará, pensarán que es demasiado peligroso."
Leo se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Su mirada era grave. "Es peligroso. Lo dije. Pero si paramos ahora, perderemos el impulso, y la confianza." Se volvió hacia el grupo, que observaba expectante. Levantó la voz, no para gritar, sino para proyectar con una autoridad natural que impuso silencio. "Ha sido un accidente. David estará bien. Pero es un recordatorio. Trabajamos con piedras y con gravedad. Nadie mueva nada solo si pesa más que vosotros. Pidamos ayuda. Cuidémonos los unos a los otros. Eso también es parte de construir algo juntos."
Sus palabras, sencillas y firmes, surtieron efecto. La preocupación se transformó en determinación renovada. El grupo volvió al trabajo, pero con más cuidado, formando equipos para las piedras grandes, comunicándose mejor. Valeria vio cómo Leo, sin pretenderlo, se convertía no solo en el líder técnico, sino en el referente moral del grupo. Su autenticidad, su ausencia total de postureo, generaba un respeto instantáneo.
Al atardecer, cuando el sol empezó a perder fuerza, echaron la vista atrás. Y allí estaba, emergiendo de la tierra: los primeros treinta centímetros de la base del muro, una línea serpenteante de piedras sólidamente encajadas que seguía la curva natural del arroyo. No era mucho, pero era tangible. Era el sueño del padre de Leo, hecho materia por decenas de manos extrañas.
La sensación de logro colectivo era palpable. La gente, exhausta pero radiante, se reunía para tomar fotos junto al incipiente muro. Valeria se mantuvo al margen, observando. Vio a Leo alejarse de nuevo, solo, y acercarse al principio de la construcción. Se agachó y puso la mano sobre una de las piedras de la base, cerrando los ojos un momento. Era un gesto íntimo, de conexión. Valeria supo que en ese instante, él no estaba solo con la piedra, sino con el fantasma de su padre, mostrándole el comienzo.
Esa noche, el campamento se llenó de un ambiente festivo y cansado. Los voluntarios cocinaron en cocinas de camping, compartieron historias y cervezas. Algunos sacaron una guitarra. Valeria y Leo se sentaron un poco aparte, en la escalera del porche de la casa, observando el círculo de linternas y luces de tienda que salpicaban la oscuridad.
"Ha ido bien", dijo Leo, rompiendo el silencio. Su voz sonaba ronca por haber hablado más de lo habitual en todo el día. "Mejor de lo que esperaba."
"Has estado increíble", dijo Valeria, sinceramente. "Los has calmado, los has guiado... les das seguridad."
Él se encogió de hombros, incómodo con el elogio. "Solo he hecho lo que hay que hacer." Hizo una pausa. "Tú también. Corrías por ahí como una hormiga, atendiendo a todos. No sé cómo lo haces."
"Vicios de anfitriona", bromeó ella, pero se sentía profundamente halagada. "Mañana vendrá otro grupo. Y pasado otro. Tenemos que mantener el ritmo."
"Lo mantendremos", dijo él, con una confianza nueva. Miró hacia las luces del campamento. "Mi padre... le habría encantado ver esto. El ruido, el desorden... la vida."
"Le encantaría verte a ti", susurró Valeria, apoyando su cabeza en su hombro, un gesto natural que ya no necesitaba permiso.