La segunda semana del "Muro de Piedra" trajo consigo una rutina agotadora pero gratificante. Los grupos de voluntarios se sucedían, cada uno dejando su huella literal en la construcción. El muro ya superaba el metro de altura en algunos tramos, una barrera serpenteante y robusta que empezaba a parecerse a los dibujos de los planos. El ambiente en el campamento era el de una comunidad temporal unida por un propósito común. Por las noches, alrededor del fuego (controlado, bajo la atenta mirada de Leo), se compartían no solo canciones, sino también ideas para el proyecto: un biólogo sugirió plantar especies autóctonas en la ribera que se formaría aguas arriba; una maestra propuso crear materiales educativos para colegios.
Valeria se sentía en su salsa, pero de una manera nueva. No era la líder al frente, sino el engranaje central que mantenía todo unido. Su tablet y su teléfono estaban llenos de listas, horarios, contactos de voluntarios y necesidades logísticas. Pero también estaba aprendiendo. Aprendía de Leo cómo calibrar la solidez de un encaje de piedras, aprendía de los voluntarios sobre sus vidas y sus motivaciones. Su mundo, que antes era plano como una pantalla, ahora tenía la profundidad y la textura de la piedra que manejaban cada día.
Sin embargo, no todo era armonía. La presión constante, la responsabilidad sobre la seguridad de tanta gente y el éxito de la obra, empezó a pasar factura. En Leo, se manifestaba como un silencio aún más profundo, una tensión en la mandíbula que no se relajaba ni durmiendo. En Valeria, como una irritabilidad sorda que afloraba en momentos inesperados.
La grieta apareció, como suele ocurrir, por algo minúsculo. Era el final de un día particularmente caluroso. Un grupo de voluntarios había estado colocando las piedras de la coronación de un tramo complicado. Leo, exhausto después de haber resuelto un problema con la cimentación en otro punto, revisó el trabajo y, con el ceño fruncido, señaló una sección.
"Estas piedras no están bien asentadas. Con la primera crecida, este tramo entero podría ceder", dijo, su voz cargada de fatiga y un dejo de impaciencia.
El voluntario a cargo, un hombre entusiasta pero inexperto, se defendió. "Pero las probamos, parecían firmes."
"Parecer no es ser", replicó Leo, secamente. "Hay que deshacerlo y rehacerlo. Mañana a primera hora."
El voluntario, frustrado tras horas de trabajo bajo el sol, protestó. "¡Eso son otras tres horas de trabajo! ¿No podemos reforzarlo así?"
La discusión, sorda al principio, fue subiendo de tono. Otros voluntarios se acercaron. Valeria, que estaba repartiendo agua, llegó al foco del conflicto. Vio la cara cerrada de Leo, la exasperación del voluntario, el malestar del grupo.
"Chicos, es tarde y estamos todos cansados", intervino, tratando de poner un tono conciliador. "Mañana vemoslo con frescura. Seguro que hay una solución."
Pero Leo, tal vez por el cansancio acumulado, tal vez por la presión de ver una imperfección en la obra de su padre, no cedió. "No hay 'verlo con frescura'. Está mal. Y si está mal, se corrige. Punto." Su mirada se posó en Valeria. "Tú deberías saberlo. La calidad no se negocia."
La frase, dicho así, delante de todos, sonó como un reproche público. Como si la acusara de priorizar la comodidad del grupo sobre la integridad del proyecto. Valeria sintió que la sangre le subía a la cara, una mezcla de vergüenza e ira.
"Yo solo digo que el modo importa, Leo", replicó, conteniendo la voz. "Podemos decir las cosas sin desanimar a la gente que está dando lo mejor de sí."
"Lo mejor de sí no es suficiente si el resultado es defectuoso", insistió él, terco. "Esto no es un juego de equipo para subir la moral. Es una estructura que tiene que aguantar décadas."
El aire se enrareció. Los voluntarios miraban al suelo, incómodos. Valeria sintió que toda la autoridad que había construido, todo el equilibrio de su alianza con Leo, se resquebrajaba en ese instante. Sin decir una palabra más, dio media vuelta y se alejó, dirigiéndose hacia la casa.
La noche cayó sobre un campamento silencioso. La discusión había envenenado el ambiente. Leo, dándose cuenta quizá de su error, se encerró en el granero a revisar herramientas. Valeria se quedó en la cocina, limpiando metódicamente, cada movimiento un intento de contener el temblor interior.
Él entró mucho más tarde. La casa estaba a oscuras, solo la luz de la luna entraba por la ventana. Valeria estaba sentada a la mesa, con una taza de té frío entre las manos.
"Valeria...", comenzó él, su voz ronca.
"No", lo interrumpió ella, sin mirarlo. "No ahora. No cuando me has desautorizado delante de todos. Cuando has hecho sentir mal a alguien que solo quería ayudar."
"Yo no quería...", intentó.
"Pero lo hiciste", dijo ella, alzando por fin la vista. Sus ojos brillaban en la penumbra. "Y lo peor es que tienes razón en lo técnico. Las piedras probablemente había que rehacerlas. Pero la forma, Leo... La forma importa. No eres solo un ingeniero. Eres el líder. Y un líder cuida a su gente. Les explica el porqué, no les impone el qué con desdén."
Él se dejó caer en la silla frente a ella, hundiendo el rostro en las manos. "Lo sé. Joder, lo sé. Es que... ver algo mal hecho en esto, en su proyecto... me saca de quicio. Siento que estoy defraudándolo."
"¿Y crees que tu padre habría humillado a un voluntario por un error?" preguntó Valeria, suavizando el tono. "¿O le habría enseñado, con paciencia, cómo hacerlo bien? Tú me contaste que él era un hombre bueno. Que enseñaba."
La referencia a su padre fue un golpe bajo, pero necesario. Leo levantó la cabeza, sus ojos reflejando la agonía de la confrontación entre su perfeccionismo obsesivo y el legado de bondad que recordaba.
"Tienes razón", admitió, la palabra saliendo como una rendición dolorosa. "Me he convertido en un tirano del detalle y he olvidado el espíritu. El espíritu que tú... que tú has traído aquí." Hizo una pausa. "Lo siento. De verdad. No era mi intención herirte, o desautorizarte. Es solo que... a veces el miedo a fallar me vuelve un monstruo."