La partida del último contingente de voluntarios tuvo la cualidad de un final de época. El autobús alquilado, ahora lleno de caras cansadas pero radiantes, desapareció por el camino polvoriento llevándose consigo el bullicio, las risas nocturnas, el constante trasiego de cuerpos en movimiento. El silencio que cayó sobre la Finca La Cabaña fue casi físico, un manto pesado y repentino que parecía absorber hasta el sonido del viento. Valeria y Leo se quedaron de pie, uno al lado del otro, en el mismo lugar donde semanas atrás habían recibido a los primeros. A sus espaldas, serpenteando con orgullo silencioso a lo largo del lecho del arroyo, el muro de piedra seca estaba terminado.
No era una obra faraónica. Medía unos cincuenta metros de largo y su altura máxima no superaba los dos metros. Pero su belleza residía en su perfecta integración. Parecía que las colinas hubieran decidido, en un capricho geológico, fruncirse ligeramente para retener un poco de su agua. Las piedras, de tonalidades ocres, grises y blanquecinas, encajaban con una precisión que hablaba de esfuerzo colectivo y conocimiento ancestral. En su base, alimentado por un hilillo de agua que aún manaba de la cabecera, empezaba a formarse un pequeño pero prometedor estanque. El agua, clara y tranquila, reflejaba ya el cielo y las primeras plantas palustres que, con una rapidez asombrosa, habían comenzado a colonizar la orilla. Era vida, generada por la obstrucción inteligente. Un oxímoron hecho piedra.
“Parece que lleva aquí siglos”, musitó Valeria, rompiendo el silencio. Su voz sonó extrañamente alta en la quietud.
“Esa era la idea”, respondió Leo, su brazo encontrando naturalmente su cintura para atraerla hacia sí. “Que no fuera una cicatriz en el paisaje, sino un pliegue más. Algo que la tierra aceptara como propio.”
Caminaron lentamente hacia la estructura, sus botas pisando la tierra removida que pronto cubriría la hierba. Se detuvieron frente al punto donde el muro hacía una curva suave. Leo extendió una mano y posó la palma sobre una piedra plana de la hilada superior. “Esta es la última que colocamos. Un chico de Valencia, creo. Le temblaban las manos del cansancio, pero la colocó perfectamente.”
Valeria hizo lo mismo, sintiendo la aspereza áspera y cálida de la roca bajo su piel. Podía sentir, o le parecía sentir, el eco de todas las manos que la habían tocado: las de los voluntarios, las de Leo, las suyas propias, y en algún plano intangible, las del padre de Leo, cuya idea abstracta ahora era tan tangible como la piedra misma. Un nudo de emoción se le formó en la garganta. No era solo la obra en sí; era todo lo que representaba: la superación del conflicto, la construcción de comunidad, la prueba de que su lugar aquí no era un accidente, sino una elección ratificada con cada piedra colocada.
“¿Qué sientes?”, preguntó ella, mirándolo de reojo.
Leo tardó en responder. Sus ojos escudriñaban la estructura, no como un crítico, sino como un padre contemplando a un hijo. “Siento… paz”, dijo al fin, la palabra saliendo como un suspiro de alivio profundo. “Y una gratitud inmensa. Por ellos. Por ti.” Volvió la cabeza hacia ella. “Sobre todo por ti. Esto no habría existido sin tu terquedad, tu visión, tu capacidad para conectar con la gente. Yo solo tenía el plano. Tú construiste el puente para hacerlo realidad.”
Ella negó con la cabeza, pero una sonrisa iluminó su rostro. “Tú proporcionaste la tierra, el sueño, y la columna vertebral. Yo solo tejí los hilos. Fue un equipo, Leo. Nuestro primer gran equipo.”
“Nuestro”, repitió él, y la palabra sonó a posesión dulce, a sociedad indisoluble. “Me gusta cómo suena eso.”
De regreso a la casa, el silencio entre ellos ya no era el de antes, cargado de cosas no dichas o de tensión por el trabajo. Era un silencio cómodo, íntimo, el de dos personas que han compartido una batalla y han salido victoriosas, y ahora se permiten el lujo del cansancio compartido y de la anticipación de lo que viene. El campamento estaba desmantelado, solo quedaban marcas en la tierra y algún que otro clavo olvidado. La casa les esperaba, más grande y más vacía, pero también más suya que nunca.
Dentro, la realidad de la tarea pendiente los envolvió. Había que limpiar, ordenar, devolver las herramientas a su sitio, reintegrar el caos del proyecto a la normalidad de la vida cotidiana. Trabajaron juntos, en silencio, con la eficiencia de quienes han aprendido a moverse en el mismo espacio sin estorbarse. Valeria lavó montañas de tazas y platos de plástico; Leo revisó y guardó picos, palas y carretillas. La tarde se les fue en esa labor doméstica a gran escala.
Cuando por fin se sentaron en el sofá, la noche había caído por completo. Encendieron una sola lámpara, que proyectaba un círculo de luz cálida sobre ellos, aislando el resto de la sala en penumbra. La chimenea estaba fría; no hacía falta fuego. El calor entre ellos bastaba.
La conversación que habían pospuesto, la que habían prometido tener cuando todo terminara, pendía ahora en el aire, tangible como una presencia más. Valeria la sentía, pero no con nerviosismo, sino con una curiosidad serena. Leo estaba sentado frente a ella, inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, mirándose las manos. Cuando alzó la vista, sus ojos, en la semioscuridad, tenían una intensidad desnuda, sin defensas.
“Valeria”, comenzó, y su voz era grave, pulida por el cansancio y la emoción contenida. “Estas semanas… han sido un terremoto. Han removido todo lo que creía saber sobre mí mismo, sobre lo que era capaz, sobre lo que quería.” Hizo una pausa, buscando las palabras con una meticulosidad que conmovía. “Yo era una fortaleza. Una fortaleza con las paredes agrietadas por la pena y la culpa, pero una fortaleza al fin. Creía que mi misión era resistir, aguantar, conservar. Y que cualquier concesión a… a la felicidad personal, era una traición a esa misión. Una debilidad.”
Valeria no dijo nada. Solo lo escuchaba, permitiéndole desplegar su verdad a su propio ritmo.