La reconciliación tras la discusión fue como una lluvia tenue en medio de la sequía: no solucionaba el problema de fondo, pero refrescaba la tierra agrietada y permitía respirar. Acordaron una tregua en el tema de la financiación externa (“Lo discutiremos con la cabeza fría, con números, no con el cansancio encima”, dictaminó Leo) y se centraron en la supervivencia diaria. Valeria, sin embargo, guardó en un cajón mental la oferta de su ex socia. No por tentación, sino como un recordatorio de que su mundo anterior aún existía y, quizás, de que sus habilidades podían tener un valor más allá de lo que Leo estaba dispuesto a admitir.
Fue en ese estado de frágil equilibrio cuando llegó la llamada. Era una tarde especialmente sofocante. Valeria estaba en el estudio refrescada, trabajando en un informe para una pequeña fundación ambiental que había mostrado interés en el proyecto del muro. Leo estaba fuera, intentando reparar una bomba de agua solar cuyo panel había sucumbido al calor. El teléfono de la casa, un fijo anticuado que solo sonaba para asuntos oficiales o muy urgentes, trinó con un sonido estridente.
Descolgó. “¿Diga?”
“¿Finca La Cabaña? ¿Con don Leonardo Mena, por favor?” Una voz femenina, profesional y con un leve acente que sonaba a Madrid.
“Él no está disponible en este momento. ¿Quién le llama?”
“Soy la secretaria de Don Guillermo de la Torre, de la Fundación Ibérica para la Conservación de los Grandes Espacios. Don Guillermo desea hablar con el señor Mena sobre su proyecto de rewilding. Es un asunto de gran interés.”
Valeria sintió un vuelco. La Fundación Ibérica era una de las más importantes y serias del país. No era una marca de ropa. Era el referente. “Le haré llegar el mensaje. ¿Tiene un número de contacto?”
Anotó los datos con mano temblorosa. Cuando Leo entró media hora después, empapado en sudor y con la cara negra de grasa, le tendió el papel sin decir nada.
Él lo leyó, frunciendo el ceño. “¿La FICE? ¿Qué querrán?” Su tono era de sospecha inmediata, el reflejo condicionado de años de desconfianza hacia cualquier institución grande.
“Supongo que hablar contigo, como dice. Llámales, Leo. Por favor. Es la FICE.”
Él vaciló, mirando el papel, luego su rostro cansado. Finalmente, asintió. “Mañana. Con la cabeza fresca.”
La llamada, al día siguiente, duró casi una hora. Valeria, discretamente, se quedó en la cocina, intentando no escuchar, pero las variaciones en el tono de voz de Leo la delataban: primero cortante, luego interesado, luego sorprendido, y finalmente, lleno de una cautela expectante. Cuando colgó, salió al porche donde ella esperaba, fingiendo revisar unas semillas.
“¿Y?” preguntó, sin poder disimular su ansiedad.
Leo se dejó caer en el escalón a su lado. Parecía aturdido. “Es… increíble.”
“¿Qué? ¿Qué es?”
“Guillermo de la Torre. El presidente. Ha estado siguiendo el proyecto. No sé cómo, pero tiene información detallada. Sabe del muro, de las manadas, de los problemas con los furtivos… incluso mencionó el artículo que escribiste para ese blog de ciencia ciudadana.”
Valeria se ruborizó. Había escrito un texto breve y riguroso sobre la metodología del muro de piedra seca, publicándolo bajo el nombre del proyecto, no el suyo. “¿Y qué quiere?”
“Quiere… quiere proponer una colaboración.” Leo se pasó una mano por la cara. “Dicen que nuestro modelo, pequeño, hiperlocal, con integración comunitaria limitada pero intensa, es el que les interesa para replicar en otras zonas despobladas y degradadas. No quieren comprarnos ni imponernos nada. Quieren… asociarse. Proveer financiación estable a largo plazo para salarios, equipos, vehículos. A cambio, quieren que seamos un ‘nodo demostrativo’, que formemos a otros, que documentemos todo el proceso.”
Era un sueño. Exactamente el tipo de legitimidad y seguridad que Leo necesitaba para sacar el proyecto de la precariedad constante, sin vender su alma ni su autonomía. Valeria sintió que el corazón le latía con fuerza. “¡Leo, es maravilloso! ¿Qué has dicho?”
“He dicho… que lo pensaré.” Su respuesta la dejó helada.
“¿Pensarlo? ¡Es la FICE! ¡Es la estabilidad que tanto necesitas!”
“Lo sé, lo sé”, dijo él, levantándose y empezando a pasear de un lado a otro, como un león enjaulado. “Pero ‘asociarse’ con una fundación así… trae auditorías, informes, metas, tal vez gente de fuera decidiendo…”
“¡Decidiendo contigo, no por ti! ¡Eso ha dicho!” insistió Valeria, levantándose también. “Leo, esto es lo que necesitas para pasar de ser un héroe solitario a ser el director de un proyecto viable. Para que esto sobreviva a ti. Para que el legado de tu padre sea imborrable.”
Él se detuvo, mirándola. “¿Y tú?”
“¿Yo qué?”
“¿Qué papel juegas tú en esto? Si esto sale adelante, habrá un presupuesto, un salario para mí… ¿y para ti? ¿Te conviertes en la ‘comunicadora oficial’? ¿Vuelves a tu mundo, pero desde aquí?” Había miedo en su pregunta, el mismo miedo de la discusión anterior, pero formulado de otra manera.
Valeria comprendió entonces la verdadera raíz de su resistencia. No era solo el miedo a perder el control. Era el miedo a que la asociación con un ente grande cambiara el equilibrio entre ellos, a que ella recuperara un estatus profesional que lo hiciera sentirse de nuevo en desventaja, o que la alejara de su lado en el trabajo cotidiano.
Se acercó a él, tomándole la cara entre sus manos. “Escúchame bien, Leonardo Mena. Mi papel a tu lado es el que tú y yo decidamos. Si la FICE viene, yo puedo ser la enlace, la gestora de proyectos, la que escriba los malditos informes que te quiten ese peso de encima. O puedo seguir siendo la que revisa los bebederos y cuida de ‘Grieta’. O ambas. Lo que tú quieras, lo que necesitemos. Pero mi lugar está aquí. A tu lado. En la finca. En tu cama. Eso no lo cambia ningún contrato, por grande que sea la fundación.”
Él buscó la verdad en sus ojos, y al encontrarla, su cuerpo se relajó ligeramente. “¿Aunque eso signifique que tengas que lidiar con burocracias y reuniones por videollamada?”