Te DecÍa

Capítulo 20

Madrid les recibió con su aliento caliente y estridente, un calor diferente al de la estepa: húmedo, encerrado entre asfalto y cristal, cargado del ronroneo de mil motores y del murmullo incesante de la multitud. Para Valeria, pisar la estación de Atocha fue como sumergirse en un sueño antiguo y ligeramente incómodo. Los olores le resultaban familiares –café de máquina, perfume caro, humo de diésel– pero ya no le pertenecían. Se sentía como una antropóloga observando los ritos de una tribu en la que una vez vivió.

Leo, a su lado, era una estatua de tensión contenida. Llevaba un pantalón de vestir oscuro y una camisa de lino beige, comprados para la ocasión en la capital de provincia más cercana, que se le veían incómodos, como una piel prestada. Su pelo, aunque limpio y recortado, se resistía a la disciplina. Su mirada escudriñaba los pasillos abarrotados con la desconfianza de un animal de campo en un corral nuevo.

“Respira”, le susurró Valeria, tomando su mano, que estaba rígida como una garra. “Son personas. Interesadas en lo que tú haces.”

“Prefiero lidiar con un lobo desconfiado”, masculló él, pero apretó su mano, aferrándose a ella como a un salvavidas.

La sede de la Fundación Ibérica para la Conservación de los Grandes Espacios (FICE) ocupaba varias plantas de un edificio moderno pero discreto en el barrio de Salamanca. Al entrar, el aire acondicionado les dio una sacudida glacial. La recepción era de diseño minimalista, con fotografías en blanco y negro de paisajes espectaculares y un silencio alfombrado que ahogaba los pasos. Valeria sintió un escalofrío que no era por el frío. Este era el santuario del poder en la conservación española. Y ellos, con sus botas polvorientas en una bolsa, estaban a punto de cruzar sus puertas.

Una asistente impecable los condujo por pasillos silenciosos hasta una sala de reuniones con vistas a un patio interior. Don Guillermo de la Torre no era el viejo aristócrata distante que Leo imaginaba. Era un hombre en la sesentena, de pelo entrecano corto, vestido con un traje ligero sin corbata, y con unos ojos vivos y curiosos que los escrutaron con inteligencia al entrar. Le acompañaban una mujer joven, Elena, responsable de proyectos, y un hombre mayor, Jorge, asesor técnico.

Los saludos fueron cordiales pero profesionales. Leo, tras un instante de rigidez, encontró su punto de apoyo cuando la conversación derivó, inevitablemente, hacia el terreno. Don Guillermo conocía los detalles con una precisión asombrosa.

“Su enfoque del muro de piedra seca es brillante por su simplicidad y su integración”, dijo, señalando un mapa proyectado donde un punto marcaba la finca. “No lucha contra el paisaje, lo modula. Y la movilización de voluntarios… eso es capital social puro, señor Mena. Algo que en estos despachos anhelamos y rara vez logramos generar.”

Leo asintió, ganando confianza. “La gente quiere ayudar si se le da un propósito claro y tangible. No vienen por nosotros, vienen por la tierra.”

La reunión se prolongó durante dos horas. Hablaron de financiación, de estructura, de autonomía. La propuesta de la FICE era, como anticipó la secretaria, una asociación, no una absorción. Ofrecían un presupuesto quinquenal para cubrir un salario digno para Leo, la contratación de un asistente de campo a tiempo parcial, equipamiento y un fondo para imprevistos. A cambio, pedían que la finca se convirtiera en un “Centro Demonstrativo de Rewilding de Zonas Áridas”, que acogiera visitas técnicas, que Leo participara en algunos foros y que se llevara una documentación rigurosa y pública del proceso.

“Queremos que su éxito sea reproducible”, explicó Elena. “Su mayor valor no es solo lo que hace, sino cómo lo hace.”

Fue entonces cuando don Guillermo se volvió hacia Valeria, que había permanecido en un segundo plano observante, tomando notas. “Y usted, señorita Montenegro. Sus textos, la forma en que ha articulado la narrativa del proyecto… son lo que nos permitió ver más allá de los datos. Hay un componente humano, una historia, que es esencial. Nos preguntamos si estaría interesada en formalizar ese rol. Como responsable de comunicación y documentación del centro, con un contrato vinculado.”

La oferta cayó en la sala como una piedra en un estanque. Valeria sintió que todas las miradas se posaban en ella, especialmente la de Leo, cargada de una intensidad indescifrable. Era la validación profesional que una parte de ella, la antigua, anhelaba. Un puesto serio, en una institución prestigiosa, haciendo lo que mejor sabía hacer, pero por una causa en la que creía. Y además, junto a Leo.

“Es una oferta muy generosa”, dijo, eligiendo sus palabras con cuidado. “Pero mi compromiso es con el proyecto, y con Leo. Cualquier rol que asuma debe ser algo que nosotros decidamos juntos, y que no desvirtúe la dinámica de trabajo en el terreno.”

Don Guillermo sonrió, un gesto de genuino aprecio. “Por supuesto. Hablamos de una figura integrada. Usted conoce el terreno, la historia. Sería la voz, pero desde dentro.”

La reunión terminó con un compromiso de enviar una propuesta por escrito y la invitación a visitar la finca por parte del equipo técnico de la FICE. Al salir al abrasador calor de la calle, Leo parecía aturdido.

“Han dicho ‘sí’ a todo”, murmuró, mientras buscaban un taxi. “A la autonomía, a mi modo de hacer las cosas… incluso te han ofrecido un trabajo.”

“No te han dicho que sí a todo”, corrigió Valeria, aunque ella misma sentía una euforia contenida. “Te han dicho que confían en tu criterio. Es diferente. Y es enorme.”

En el taxi de regreso al hotel modesto donde se alojaban, Leo guardó silencio, mirando por la ventana la ciudad que se deslizaba. No era su silencio hosco, sino el de la digestión profunda. Al llegar a la habitación, pequeña y anónima, se quitó la chaqueta y la camisa con movimientos bruscos, como si la tela le irritara la piel.

“Necesito un momento”, dijo, y salió al pequeño balcón que daba a un patio de luces.



#4881 en Novela romántica

En el texto hay: amor, romance o

Editado: 30.12.2025

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