Te DecÍa

Capítulo 22

Capítulo 22: El latido del territorio

Cinco años no son nada en la vida de una estepa. Un parpadeo geológico. Pero en la Finca La Cabaña, esos cinco años habían tejido una transformación tan profunda como silenciosa. El muro de piedra seca, ahora cubierto de líquenes y musgo en sus rincones húmedos, retenía un estanque permanente que nunca, ni en el verano más cruel, había vuelto a secarse. Era un oasis de biodiversidad: ranas croaban al anochecer, las libélulas danzaban en enjambres iridiscentes, y las aves acuáticas, antes solo de paso, ahora anidaban en sus orillas. El agua, liberada lentamente aguas abajo, mantenía un corredor verde que serpenteaba a través del paisaje ocre como una vena de vida.

La casa también había cambiado. Se había ampliado con una nueva ala de piedra y madera que albergaba una pequeña oficina y una sala de visitas, decorada no con cuadros, sino con mapas, fotografías de fauna y los planos originales del padre de Leo, enmarcados con devoción. En las paredes, junto a las herramientas, colgaban ahora diplomas de reconocimiento y fotos de los grupos de voluntarios que seguían llegando cada primavera y otoño, en un flujo constante gestionado por Valeria.

Valeria. Ahora, a sus treinta y ocho años, su piel tenía el tono dorado y las finas líneas de quien sonríe al sol y al viento. Su pelo, más largo, solía ir recogido en una trenza despreocupada. Ya no llevaba anillos de compromiso de diamantes, solo la banda de plata con la grulla, siempre en su dedo, junto a otra más sencilla de oro que Leo le había dado el día que, en una ceremonia íntima en el mismo collado, se habían dicho “sí” ante un puñado de amigos de verdad: Lucía la veterinaria, algunos de los primeros voluntarios, y el equipo estable de la finca. No hubo vestido blanco ni traje negro. Vistieron ropa cómoda y limpia, y celebraron con un asado bajo las estrellas y el sonido de una guitarra.

Su trabajo como Directora de Comunicación y Estrategia del Centro Demonstrativo era un puente perfecto entre dos mundos. Pasaba parte de su tiempo en la oficina, tecleando informes, coordinando con la FICE, gestionando las redes sociales que habían convertido al proyecto en un referente internacional de rewilding a pequeña escala. Pero la mayor parte de su jornada la pasaba fuera. Sabía leer las huellas en el barro casi tan bien como Leo, manejaba el todoterreno por las pistas más complicadas para revisar cámaras de fototrampeo, y era la encargada de las visitas guiadas, explicando con pasión contagiosa la historia de cada rincón, de cada animal. Había encontrado su voz, y era una voz autorizada, terrenal, poderosa.

Leo, a sus cuarenta y tres, había perdido algo de la tensión perpetua en los hombros. El cabello entrecano le daba un aire de sabio veterano. Seguía siendo el corazón técnico y el alma del lugar, pero ya no su único sostén. Dirigía un pequeño equipo de tres personas, incluido Javier, que ahora era su mano derecha. Su liderazgo era respetado y tranquilo. Ya no temía que el proyecto se le escapara de las manos; había aprendido a delegar, a confiar, a construir algo más grande que su propia obsesión. Los anillos de plata en su dedo, la banda de oro junto a ellos, y la mirada que buscaba a Valeria en medio de cualquier tarea, eran testigos de su paz conquistada.

Aquella mañana de finales de primavera, una mañana cargada del perfume de las jaras en flor, estaban los dos revisando los datos de una nueva camada de lobos. Las cámaras habían captado a la hembra del Cañón, ahora la matriarca indiscutible, con cinco cachorros jugueteando a la entrada de la guarida.

“La manada está fuerte”, dijo Leo, señalando la pantalla del portátil en la mesa de la cocina. “Es el tercer año que se reproducen con éxito. El equilibrio funciona: los ungulados controlan el matorral, los lobos controlan a los ungulados…”

“Y nosotros controlamos… la tentación de controlar”, completó Valeria con una sonrisa, sirviéndole más café.

Él le devolvió la sonrisa, tomando su mano para besarla. “Exactamente.”

En ese momento, sonó el timbre de la puerta principal, el que instalaron para las visitas. No era día programado. Valeria intercambió una mirada con Leo y fue a abrir.

En el umbral había un hombre y una mujer jóvenes, con mochilas de trekking y aire de city-break aventurero. Pero no eran turistas cualquiera. La mujer, en cuanto vio a Valeria, abrió los ojos como platos.

“Dios mío… Valeria Montenegro.”

Valeria frunció el ceño, tratando de colocar el rostro. La mujer era guapa, impecablemente vestida con ropa de outdoor de alta gama, el pelo perfecto a pesar del polvo del camino.

“Perdón, ¿nos conocemos?”

“Soy Clara. Clara Rovira. Fuimos compañeras en el MBA. Hace… ¡uff, diez años! Seguí tu carrera un tiempo, luego te perdí la pista.” La mirada de Clara recorrió a Valeria, desde sus botas embarradas hasta su sencillo jersey de lana, su expresión una mezcla de incredulidad y una curiosidad casi morbosa. “¿Vives… aquí?”

Leo apareció a su lado, su presencia sólida y protectora. “Sí, vive aquí. Conmigo. ¿En qué podemos ayudarles?”

El hombre, el compañero de Clara, parecía avergonzado. “Eh, somos excursionistas. Nos han hablado del centro de rewilding y del estanque. Pensamos que había visitas guiadas…”

“Los domingos”, dijo Valeria, recuperando su compostura profesional, aunque sintiendo un extraño escalofrío. Era como si un fantasma de su pasado hubiera cruzado el umbral de su presente. “Pero puedo darles un plano y algunas indicaciones si quieren verlo por su cuenta.”

Mientras les explicaba la ruta, Clara no dejaba de mirarla, de mirar la casa, de mirar a Leo. Su expresión decía claramente: ¿Esta es la vida que elegiste? ¿Esto es todo?

Cuando se marcharon, prometiendo pasar por el estanque, Valeria se quedó quieta en la puerta, el eco de ese encuentro extraño resonando en su interior.

“¿Estás bien?” preguntó Leo, poniéndole una mano en la espalda.



#4881 en Novela romántica

En el texto hay: amor, romance o

Editado: 30.12.2025

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