El Latido del Legado
Quince años.
La Finca La Cabaña ya no es el último bastión solitario al borde de la estepa. Es el corazón palpitante de un pequeño archipiélago de esperanza. A su alrededor, otras tres fincas vecinas, antaño al borde del abandono, han sido incorporadas al proyecto bajo la figura pionera de un “Consorcio de Custodia del Territorio”. El modelo de Leo y Valeria –el rewilding aplicado con pragmatismo, respeto por el conocimiento local y una comunicación que humaniza la ciencia– se ha replicado, adaptándose a cada terreno. Donde antes solo había monocultivo exhausto o matorral impenetrable, ahora hay dehesas regeneradas, corredores ecológicos y un lento pero imparable retorno de la biodiversidad. El proyecto, bautizado oficialmente como “Corredor Estepario Ibérico”, es ahora una fundación independiente, con Leo como director científico y Valeria como directora de estrategia y relaciones comunitarias. Han testificado ante el parlamento europeo, han recibido premios internacionales, pero su mayor orgullo sigue siendo el sonido del agua en el estanque y el relincho de los caballos al amanecer.
La casa principal se ha ampliado de nuevo, con más espacio para el equipo permanente, que ahora incluye a cinco personas, entre ellas Javier, convertido en jefe de campo, y Lucía, la veterinaria, que sigue siendo su amiga y cómplice. Pero el alma del lugar permanece intacta en la cocina grande de la casa original, donde siempre hay café caliente, un mapa desplegado sobre la mesa y el olor a leña quemada. En las paredes, los planos del padre de Leo comparten espacio con dibujos infantiles y fotos de bodas de voluntarios que se conocieron levantando piedras.
Lucía, su hija, tiene ahora trece años. Es una criatura híbrida perfecta de sus dos mundos. Tiene la curiosidad científica y la mirada observadora de Leo, y la facilidad para las palabras y el carisma social de Valeria. Su piel está bronceada todo el año, y sus manos, aunque jóvenes, ya conocen el peso de una piedra y la suavidad del pelaje de un potro. Habla con la misma naturalidad de tasas de fotosíntesis que de algoritmos de redes sociales, que maneja para ayudar a su madre. Su cuarto está lleno de plumas, fósiles, libros de biología y una colección de piedras especiales, cada una con una historia. La primera, una piedra gris azulada con una veta blanca, siempre tiene un lugar privilegiado en su estantería.
Esta mañana de finales de septiembre, Lucía está inquieta. Es el día de la Gran Migración, el evento más esperado del año en la finca, y este año es especial. No solo pasarán las grullas. Es el décimo aniversario de la creación formal del Consorcio, y han organizado un encuentro. No una reunión de trajes, sino una fiesta de la tierra. Han venido antiguos voluntarios, ahora con hijos propios; los ganaderos vecinos que se sumaron al proyecto; técnicos de la administración que pasaron de la desconfianza al apoyo; incluso un pequeño equipo de televisión para un documental. El ambiente es de feria campestre, con puestos de productos locales, talleres para niños sobre rastros de fauna y una gran paella humeante preparándose.
Pero Lucía busca a sus padres. Los encuentra donde sabía que estarían: en el Collado del Suspiro, lejos por un momento del bullicio. Están sentados en su roca, espalda contra espalda, en silencio, mirando el valle. Ella se acerca sin hacer ruido. Sus padres, a sus cincuenta y ocho y cincuenta y tres años, son para ella las dos columnas inamovibles de su universo. Leo, con su pelo blanco como la caliza y una barba corta también blanca, parece un patriarca bíblico, pero sus ojos, cuando se giran hacia ella, tienen el mismo brillo verde-gris de siempre, ahora suavizado por una paz profunda. Valeria sigue siendo esbelta y fuerte, su rostro marcado por líneas de expresión que cuentan historias de risas y de soles, su pelo entrecano recogido con sencillez. En sus dedos, los anillos de plata con las grullas están gastados, casi lisos, y la banda de oro brilla con una luz tenue.
“Ahí está nuestra perpetua exploradora”, dice Leo, haciendo sitio para que se siente entre ellos.
“¿Están nerviosos?” pregunta Lucía, apoyándose en su hombro.
“¿Por la gente? No”, responde Valeria, acariciándole el pelo. “Esto ya es parte del ciclo también. Vienen a celebrar lo que hemos hecho juntos, no a juzgarnos.” Hace una pausa. “Estamos… contemplando. Es importante, de vez en cuando, pararse a ver lo recorrido.”
Lucía sigue su mirada. El valle que se extiende ante ellos es irreconocible si se compara con las fotos desvaídas de hace quince años. Donde había un lecho de arroyo seco, ahora hay un complejo sistema de humedales en escalera, creados con sucesivos pequeños muros de piedra seca, que retienen el agua y crean diferentes microhábitats. Los caballos losinos, ahora una manada numerosa y genéticamente diversa, pastan en zonas rotativas, manteniendo el mosaico de pastizal y matorral. Se ven colmenares para polinizadores, hoteles de insectos, y en la lejanía, el perfil de un rebaño de ovejas rasa aragonesa, otra raza autóctona recuperada, que ayuda a controlar la vegetación. El territorio late con una salud que se palpa en el aire.
“¿Cuál es el momento del que estáis más orgullosos?” pregunta Lucía, sabiendo que la respuesta será larga y llena de anécdotas.
Leo y Valeria se miran, una sonrisa cómplice brotando en ambos labios. Es una pregunta que les han hecho cien veces, y la respuesta siempre evoluciona.
“Para mí”, dice Leo, “fue el día que el primer lobato del Cañón, nacido aquí, fue fotografiado por una cámara trampa en la finca vecina de los Martínez. No fue un desastre, fue un triunfo. Significaba que el corredor funcionaba, que la fauna se movía, que el miedo al lobo se estaba transformando en respeto. Ese día supe que no estábamos creando una reserva, sino reconectando un ecosistema.”
Valeria asiente. “Para mí… hay muchos. El día que terminamos el primer muro. El día que nos diste a ti, Lucía.” Le aprieta la mano. “Pero quizás, uno que se repite cada año. Es el momento, durante el encuentro como el de hoy, en que un niño que viene de la ciudad, asustado al principio por el silencio y los bichos, se queda embobado viendo pasar a las grullas. Y en sus ojos veo el mismo destello de asombro que yo tuve la primera vez. Ese destello es la semilla. Y saber que estamos plantando semillas… eso no tiene precio.”