Desde que su padre había aprobado su relación con Tomohisa, después de esa charla en la que los dos hombres más importantes de su vida se tomaron de la mano, Mio adquirió más confianza al grado de que algunas noches comenzó a quedarse en casa de su novio a dormir.
Y en esas horas, cuando la casa estaba en silencio, no solo compartían los sueños, sino que también tenían largas charlas y el tiempo se les pasaba volando.
Hablaban de lo realizado en el día, cuando en las horas previas a subir a acostarse, preparaban juntos la cena, hacían maratones de películas y guerras de almohadas con Shohei. De sus respectivos trabajos y familia, pero también, a veces, de sus sueños para el futuro como en aquel febrero.
—En tres años no más, expandiremos el negocio. Contrataremos el doble de empleados y construiremos dos pisos más en la oficina. Ya lo he hablado con mi padre y los números cuadran —comentaba Tomohisa, mientras Mio lo escuchaba atentamente con la cabeza apoyada en la mullida almohada.
—Tal como se esperaría que hable un contador. <<Si los números cuadran>> —lo arremedó ella, en broma.
Afuera una ventisca de nieve sacudía las ramas de los árboles.
—Es así como tiene que ser —la cubrió mejor con la manta que ambos compartían y se llevó otro chocolate a la boca de la bolsita de celofán que ella le obsequió el día anterior, ya que se celebraba San Valentín.
—Eres incorregible. Cuando vi la bolsa medio vacía que debía durarles una semana, pensé que era la de Shohei y no, ¡era la tuya! Apenas han pasado dos días y estás por terminártelos —comentó, ya medio adormilada.
—Es porque los hiciste tú.
—Ajá —respondió ella.
—Lo estoy diciendo en serio —le dio un beso suave y sus labios sabían al dulce, luego uno más, y después un tercero aún más lento, acariciándole el rostro. Sin embargo, en ese momento el sonido de un golpeteo en la puerta, seguido de la voz de Shohei, los hizo detenerse:
—Papá, ¿puedes venir? Me tropecé cuando iba a acostarme y me pegué en el mueble —le dijo el niño.
Tomohisa se levantó de inmediato de la cama y quito el seguro de la puerta.
—Ven, déjame revisarte.
Shohei hizo una mueca de molestia y su padre vio el raspón rojo con puntos de sangre cerca del tobillo.
—Será mejor que lo desinfectemos. Se ve que, si te pegaste fuerte, hijo. Vamos, te llevaré a tu cama.
—Si quieres, voy a buscar el botiquín —ofreció Mio.
—Gracias, Mio. Ahora, Shohei, dime, ¿qué hacías levantado a esta hora?
—Fui al baño nada más y, como todo estaba a oscuras, no vi la cómoda. No estaba jugando, ni nada —protestó.
—Ya. Lo importante es que estás bien y no es nada grave —le dio la mano para que se apoyara en él.
Mio corrió escaleras abajo y buscó el botiquín en el interior del espejo del lavabo donde lo encontró de inmediato, luego subió a toda prisa y ahí, en la habitación de Shohei, estaban ya padre e hijo. Tomohisa sentado en una silla que colocó al lado de la cama, donde Shohei con el pantalón de pijama levantado en la zona lastimada, estiraba la pierna para que le tratara la herida.
—Gracias —pronunció su novio, cuando ella le entregó el botiquín.
—Pero yo lo hago —objetó el niño.
—No, porque casi no te pones desinfectante.
—¡Pero tú usas demasiado y me duele! —hizo un puchero.
—Es porque solo así hace efecto —Tomohisa vació más de la cuenta de alcohol en un algodón y Mio disimuló una risita.
—¿Por qué no me dejas intentarlo, Tomohisa? —probó la chica—. No usaré tanto, pero tampoco tan poquito. Te prometo que seré cuidadosa.
—Te lo agradezco, Mio. Por favor —el joven padre se levantó de la silla y le dio espacio a ella. Mio procedió con gran calma y cuidado hasta que la herida quedó cubierta, con Shohei apenas habido protestado durante el rápido proceso. Para cuando este le dio las gracias con una sonrisa y Mio estaba por retirarse, dejando que Tomohisa arropara al pequeño, la chica se percató de una fotografía en particular colocada en una estantería con su marco. En ella aparecía una mujer joven con una coleta alta y una sonrisa en el rostro.
No hizo falta preguntar para saber de quién se trataba.
Era la esposa de Tomohisa.
Fukuda Yuri.
De nuevo en la cama, entre las cobijas, la imagen no desaparecía de la mente de Mio. La mujer de la que tanto escuchó hablar, ahora tenía un rostro. Con ese simple vistazo se había vuelto una figura tangible y no tan remota como parecía ser.
Antes nunca entró a la habitación de Shohei, de ahí que no hubiera reparado en ella. Pero ahora, como un golpe de realidad, se percataba al reflexionar sobre el tema y por lo que le había llegado a contar Tomohisa, que, en efecto, Yuri falleció a los veinticuatro años. La misma edad que tenía ella en ese momento.
Observó la fotografía por escasos segundos, pero fueron suficientes para percatarse de los detalles. La mujer se veía más madura que ella, realizada. No por nada, a esas instancias, ya era esposa y madre. Pero eso solo en cuanto a sus rasgos físicos, respecto a su atuendo, era otra cuestión. Vestía una ropa colorida que a cualquiera deslumbraría, que consistía en una playera de mangas largas de colores arcoíris, pantalón de mezclilla y unas botas gruesas.