Era domingo y mi madre no paraba de gritar que me despertara y me levantara porque había que ir a misa. Como odiaba que me despertaran, y más en domingo, justo cuando mi sueño estaba tomando un giro interesante. Lo único que pude recordar al despertar era que un chico guapo me gritaba, pero no me llamaba Azucena... me decía Griselda. ¡Griselda! Como si fuera mi bisabuela o algo así. Lo extraño era que este chico me hacía reír y sentir segura, y tenía la sensación rarísima de conocerlo de toda la vida.
Después de meditar un rato sobre mi sueño (y de quejarme mentalmente por la interrupción maternal), me estiré y me levanté de la cama. Traía puesto mi camisón rosado de dormir y ya tenía planes: acababa de graduarme de educación preescolar, me encantaba estar con los niños, y aunque estaba buscando trabajo, me había dado el lujo de tomarme dos meses de vacaciones para "aterrizar mis ideas" — que básicamente significaba holgazanear un poco.
Fui al baño, me hice una coleta, me lavé la cara y los dientes, y me puse crema humectante. Después busqué en mi ropero algo apropiado para misa: tenía que ser un vestido largo y discreto, porque a mi madre no le gustaba que usara blusas escotadas o shorts cortos. Siempre me regañaba diciendo que "parecía chica fácil" — como si un poco de piel fuera una declaración de guerra contra la moral católica.
Saqué un vestido blanco tipo lino con flores amarillas y un lazo atrás, unas sandalias con listones blancos, me recogí el pelo con un moño blanco, me puse un poco de rubor y brillo en los labios. Tomé mi bolsito del mismo color, pequeñito y con flores bordadas, donde metí mi labial, un espejo, el monedero y las llaves de la casa.
Bajé al comedor, donde mi madre ya había preparado panes franceses con jugo de naranja y café. Mi padre, Omar Sansores, ya estaba sentado y se veía muy guapo con su camisa blanca, pantalones cafés y zapatos del mismo tono. Mi hermano Fernando, dos años menor que yo, era casi un clon de papá: ojos azules, cabello ondulado castaño tirando a rojizo, y con un lunar en la misma posición que el mío. Ambos heredamos la piel blanca de la familia. Él vestía camisa negra, jeans y tenis — la ventaja de ser hombre es que tu "atuendo para misa" puede incluir tenis.
Mi madre, Elisa Morales, con su pelo negro largo y lacio, piel morena clara y ojos color miel, usaba falda roja y blusa blanca con zapatos a juego. Terminamos de desayunar y nos dirigimos a la catedral de la ciudad.
Después de escuchar la misa (de la cual casi me quedo dormida — perdón, Diosito), salimos a comer comida china. A mamá le encantaba y era casi un ritual dominical. Como siempre, compramos las galletas de la suerte. Pusieron varias en la mesa y tomé una. Al partirla, el papelito decía:
"Volverás pronto a ver alguien de tu pasado, el cual ya caminó contigo este mismo sendero"
Guardé el papel, aunque honestamente pensé que las galletas de la suerte mexicanas eran menos precisas que el horóscopo del periódico. Salimos del restaurante, caminamos por el parque y comimos esquites con "harto chile y limón" — mi versión del paraíso en un vaso de unicel.
Me sentía feliz con mi familia. Mis padres, después de 25 años juntos, seguían viéndose como novios. Papá siempre llevaba a mamá de la mano y se hablaban como mejores amigos. Nunca en mi vida los escuché pelear de verdad — si algo los molestaba, lo resolvían inmediatamente. Los detalles nunca faltaban: papá le llevaba rosas o chocolates, y mamá le hacía tarjetitas o su postre favorito. Siempre decía: "Ese pastelito de ahí es de tu padre, ¡prohibido tocarlo!" Los besos y abrazos abundaban tanto que a veces me daba pena ajena, pero en el fondo me llenaba de orgullo y me hacía soñar con una relación así de bonita.
Llegamos a casa a las ocho de la noche. Subí directo a mi cuarto porque después de tanto comer, lo último que quería era quedarme en la sala viendo películas y comiendo palomitas con papá — mi estómago necesitaba una tregua.
Encendí el celular y después de revisar Facebook, pasé a Instagram. Una foto me llamó la atención: era el chico de mis sueños, solo que con barba de candado. Pero tenía la misma mirada. Su perfil se llamaba "Danylab" — nombre peculiar, pero bueno. Vi algunas fotos: se veía lindo con su perro, que parecía un pastor alemán. Qué raro que apareciera justo después de soñar con él, ¿no?
Al día siguiente tenía que ir a la universidad por mi título, y después tomar unas merecidas vacaciones en el rancho de mi abuela. Ese lugar era mi paraíso personal: tenía un lago donde mis primos y yo nadábamos y hacíamos fogatas. Me encantaba ver los animales — caballos, una yegua y varias gallinas que parecían tener personalidades más interesantes que algunos humanos que conozco.
Mi abuela Clementina, "Clemen" de cariño, tenía detrás de su cabaña un huerto con cebolla, papa, zanahoria, cilantro y perejil. Alrededor del rancho crecían mangos, naranjas y plátanos. La cabaña de madera tenía lo esencial: muebles de madera y mimbre, y mi abuela elaboraba hamacas en su telar — una mujer de múltiples talentos.
Clemen era blanca tanto de piel como de cabello, siempre con una trenza y sombrero de paja, usando camisones grandes sin botones que ella misma cosía. Le gustaba tejer con ganchillo y en su mesa lucía sus mejores bordados en forma de hoja. Vivía con mi tía Claudia (de sus cuatro hijos, los otros dos, mis tíos Andrés y Santiago, vivían en el pueblo). Mi tía tenía tres hijos: Felipe de 24, Agustín de 22 y Esther de 20, que cuidaban la tierra y alimentaban a los animales junto con mi abuela. Su papá había fallecido de un infarto dos años atrás.
El día del viaje llegó. Mi madre me empacó una torta para el camino, y mi hermano y papá me dieron abrazos de despedida. Ellos me alcanzarían dos semanas después — tenían "compromisos importantes" que cumplir (léase: papá no quería perderse el partido del domingo).
El camión salió puntual. El viaje duraría seis horas, pero el camino era espectacular: bosques y un cielo azul con tonos celestes que parecía una postal. Mi primo Felipe me recogió en la central del pueblo cercano al rancho. Mi equipaje era sencillo: una mochila con dos pantalones, varias blusas holgadas, tenis deportivos y mis cosas de aseo personal.