Un campo lleno de flores y el chico del dije siguieron en mis sueños. Entre risas, correteadas de "te atrapo y me atrapas", pasábamos el día como niños. "¡Griselda!", me gritaba, y ese nombre volvía a aparecer. Hasta me enojaba en el sueño porque, por favor, ¡yo no me llamo Griselda! Ese nombre me sonaba a telenovela de los años ochenta.
Me despertaron las lamidas de una vaca que estaba pastando cerca de ahí. Me asusté al verla — creo que me confundió con heno, ya que estaba enredada con restos de pasto seco. Sacudí mi cabello para quitarme los que tenía incrustados y me medio acicalé como pude. Fui rumbo al lago para mojarme la cara, ya que era lo único que conocía de por ahí.
Después de "lavarme los dientes" con un poco de pasto y mi dedito — porque sentía que me olería horrible el aliento y no quería espantar ni a las vacas — me dispuse a caminar hacia donde pensé que estaba el pueblo.
Caminé varios kilómetros hasta lo que parecía una carretera. A lo lejos vislumbré lo que se me hacían casas, pero al acercarme mi asombro fue mayor. Donde habían estado las casas de concreto, ahora había casas de madera sin anuncios luminosos ni marcas importantes. Solo casitas de madera, y la gente me observaba rarísimo.
Todas las mujeres portaban faldas largas y blusas conservadoras, mientras yo traía pantalón de mezclilla y blusa rosa. Una señora hasta me dijo unas palabras feas que no pienso repetir — algo sobre "mujerzuelas modernas" y "falta de decencia". ¡Qué grosera!
Después de andar sin rumbo, se me acercó una chica y me dijo: —¿Griselda?
Yo pensando "otra vez con ese nombre", pero no tenía más remedio que aceptar y seguir el juego.
—Sí, soy yo —respondí.
—¡Soy Aurelia, tu prima! ¿Qué haces aquí? Pensaba que llegarías en dos meses. ¿Y qué haces vestida así? Vamos a casa y te cambias, porque así te ves muy de la vida galante, y eso no quiero para ti.
Me dio una falda larga y amplia con una blusa de botones color marfil y orillas bordadas. Al menos era bonita, aunque me sentía como disfrazada para una obra de teatro.
Al salir de la habitación me topé con una señora que me abrazó efusivamente.
—¡Hija de mi vida! ¡Qué hermosa estás, igualita a tu madre! ¿Qué cuenta la ingrata de tu madre que nunca me viene a visitar? Claro, como ya es una mujer acaudalada, ni quién se fije en los pobres.
No sabía qué responder, ya que no sabía de la existencia de esta tía. En mi mundo, mi madre me había hablado de una hermana que había fallecido hace mucho tiempo, pero...
Viendo las imágenes de la casa y el periódico que estaba en la mesa de la sala, vi la fecha: Febrero 1925.
Solté un grito de susto que seguramente se escuchó hasta en el pueblo vecino.
Mi prima, al oírlo, se acercó corriendo. —¿Qué te pasa, prima?
—Nada —le contesté, tratando de sonar casual—. Creo que fue una araña o algo que pasó cerca de mí.
Una araña. Claro. Porque gritar por una araña es mucho más normal que gritar porque aparentemente había viajado en el tiempo unos cien años y decirles que soy del año 2025 imposible. ¿Qué seguía?
Mi prima me dice: —¿Qué te parece si vamos a un baile que se hará en la alameda? Irán varios chicos y estoy segura de que alguno te gustará.
No sabía cómo zafarme de este compromiso. Me sentía de alguna manera maldita, porque en la fogata había pasado algo — esa maldición que me había llevado hasta esta época. No tenía ni idea de cómo demonios había llegado a este siglo, y mucho menos cómo iba a regresar a mi tiempo.
Cortésmente le dije a mi prima que no tenía ropa apropiada, tratando de zafarme del compromiso. —¡Ay, por eso ni te apures! Vamos a mi cuarto.
Vi que tenía un ropero repleto de vestidos bonitos que en mi vida habría usado voluntariamente. Después de probarme varios — todos con más tela que una tienda de campaña — elegí uno blanco con flores amarillas que me ceñía la cintura. Mi prima me peinó y me puso algo de rubor. Me sorprendí de lo hermosa que me veía frente al espejo — tal vez el look vintage no estaba tan mal.
Mi prima se puso un vestido azul. Ella era morena de pelo negro, y junto con su vestido se veía despampanante y hermosa. A pesar de que la fiesta era una celebración — según escuché de mi "tía" — por la santa patrona del pueblo, parecía más bien una excusa perfecta para el cotorreo social.
Salimos caminando hacia la alameda. Mi prima iba emocionada por la fiesta, tocó la puerta de una casa dos puertas adelante y salió una joven regordeta y risueña con un bonito vestido floreado.
—¡Rosenda! —escuché que se llamaba.
Ella era la más emocionada por ir al baile. —¡Ay, comadre! —le decía a mi prima—. Si vieras el muchacho que pasó hace varios días, ¡se te caen los calzones de lo papucho que está! Se llama Alfredo. Es muy amigo de mi primo Pánfilo, y cuando lo vi quedé como pirinola emocionada. Sé que van a ir porque mi primo me dijo que vino por asuntos de negocios con su padre y que de paso irían al baile.
No le di mucha importancia a la plática y seguimos caminando rumbo a la alameda. Después de varias cuadras, se empezó a escuchar la música de banda en la explanada. Me quede sorprendida de que las chicas caminaban en un sentido y los chicos en el sentido opuesto.
Mi prima se unió a un grupo de chicas que iban caminando juntas. Rápidamente me presentó con el resto del grupo, donde Rosenda iba alegre entre ellas. Yo me puse casi atrás, en las dos filas que se habían formado.
Cuando se acercaban los chicos, ellas caminaban más entusiasmadas — era como ver un ritual de apareamiento del siglo pasado, pero con más tela y mejores modales. Si un chico le atraía a alguna de ellas, dejaban caer un pañuelo "accidentalmente", el cual el chico de su agrado debía recoger y entregar a la chica. Por lo que pude notar después de varias vueltas y miradas furtivas, si el chico le gustaba recogía el pañuelo.
Después de varias vueltas, noté que un grupo de chicos pasaba junto a nosotras, y el rostro de uno de ellos se me hizo familiar. Era el mismo chico de mis sueños, el que había aparecido después en mi Instagram. No podía creer que lo tenía cerca de mí.