Daniel ese día se levantó apesadumbrado. Ahora el sueño ya no era en un campo; ahora era en una plaza. Iba corriendo tras ella y le gritaba "¡Griselda!..." hasta que se topaban y despertó.
Comió rápido, ya que debía ir a la Plaza las Avenidas a encontrarse con unos amigos para comer y luego ir al cine. Como siempre, salió corriendo hacia la plaza; había quedado de ir a ver la película del momento. Al principio se había opuesto, ya que quería dedicar tiempo a buscar a Azucena, pero sus amigos de carrera le dijeron que dejara de pensar en eso y mejor fueran al cine para distraerse.
Como siempre iba tarde y sus amigos se estaban impacientando. Ya conocían lo impuntual que era Daniel. Cuando bajó del taxi y pagó, sus ojos recorrieron distraídamente la plaza mientras caminaba hacia el punto de encuentro.
Y entonces la vio.
Una chica morena, de cabello largo, color caoba, parada en medio de la plaza como si estuviera perdida. Algo en su postura, en la forma en que miraba todo a su alrededor con esos ojos grandes y confundidos, le resultó increíblemente familiar.
Daniel se detuvo en seco, sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Era como si todos sus sueños hubieran cobrado vida de repente. Sin pensarlo dos veces, comenzó a caminar hacia ella, ignorando por completo las llamadas de sus amigos que ya lo habían visto llegar.
La chica seguía ahí, girando lentamente, claramente buscando algo. Y cuando finalmente sus miradas se cruzaron, Daniel sintió que el mundo se detenía por completo.
Se acercó Daniel y le preguntó: —¿Se le perdió algo, señorita?
Griselda le respondió: —Estoy buscando algo, pero no lo hallo. A decir verdad, desconozco qué estoy buscando.
—Si gusta, la ayudo a buscarlo. Por cierto, me llamo Daniel.
Griselda respondió: —Perdón... Azucena me llamo.
Daniel se quedó un momento analizando. Había dicho los dos nombres: primero "perdón" y luego "Azucena". Pero algo en su tono, en la forma de hablar...
—Perdón, ¿cómo dijo que se llama?
—Azucena —quiso corregir Griselda, pero las palabras le salieron con esa formalidad tan característica de su época.
Daniel frunció el ceño. La chica frente a él era exactamente como la Azucena de las fotos de Instagram, pero algo no cuadraba. Su forma de pararse, de hablar, incluso la manera en que lo miraba... era como si fuera una persona completamente diferente habitando el mismo cuerpo.
—¿Azucena? —repitió, estudiando su rostro—. Disculpe la pregunta, pero... ¿nos conocemos? Tengo la extraña sensación de que...
Se detuvo a media frase. Los sueños, el campo de margaritas, el nombre "Griselda" que gritaba en sus pesadillas. Esta chica tenía el rostro de sus sueños, pero algo más, algo que lo hacía sentir como si estuviera viendo un fantasma del pasado.
Después de un rato de buscar infructuosamente, Daniel le dijo a Azucena:
—¿Quieres ir al cine?
—Este... bueno, no tengo más que hacer. Me parece bien —respondió ella, aunque la verdad no tenía ni idea de qué era exactamente un "cine".
Subieron al área de cines y los amigos de Daniel estaban algo enojados por la tardanza, pero al ver a Azucena se les quitó el mal humor de inmediato. Decidieron ir a ver "Volver al Futuro".
Para Griselda, todo ese mundo era completamente extraño: el concepto de "películas", la gente con esos aparatos extraños en las manos donde hablaban y hacían cosas misteriosas, las luces brillantes, los ruidos mecánicos. Se sentía como si hubiera caído en otro planeta.
Al entrar al cine, la oscuridad del lugar le dio algo de temor, así que instintivamente se agarró del brazo de Daniel. Él no se sintió incómodo; al contrario, una sensación de tranquilidad y familiaridad lo invadió, como si eso fuera lo más natural del mundo.
Pasaron a comprar palomitas —aquellos granos deformes que explotaban como si hubieran sido embrujados—, y al probar el refresco sintió que era como beber un elixir único: burbujeante, dulce y frío. Casi se lo terminó de un solo trago. Cada vez que sonaban esas tablillas que la gente llevaba en los bolsillos, se sobresaltaba; le parecía cosa de brujos que hablaran solos con una cajita cuadrada y luminosa.
Durante la película, Griselda alternaba entre el asombro y la fascinación. Las imágenes que se movían en esa pantalla gigante, los sonidos que parecían venir de todas partes... era como magia.
Cuando salieron, Griselda estaba completamente anonada con lo que había visto.
—Esa historia... —murmuró, más para sí misma que para Daniel—. Los viajes en el tiempo...
En parte sabía que algo había de cierto en todo eso, porque ella misma lo estaba viviendo. Y ahora, más que nunca, necesitaba encontrar ese objeto misterioso que la había llevado al futuro.
—¿Te gustó? —preguntó Daniel, notando su expresión pensativa.
—Sí... mucho más de lo que imaginé —respondió Griselda, sin poder apartar de su mente la conexión entre la película y su propia situación imposible.
Los amigos se despidieron y quedaron solos.
—¿Quieres caminar? —le propuso Daniel.
Ella prefirió mil veces eso antes que volver a aquella casa de locos donde nadie la entendía.
—Sí, me agradaría —respondió.
Por primera vez, Griselda se sentía plena: sin chaperona, sin órdenes ni miradas encima. El mundo frente a ella la asustaba, pero al mismo tiempo la fascinaba. Veía mujeres que caminaban solas, independientes; la ropa moderna, cómoda y ligera, ya no le parecía tan extraña, y hasta le gustaba llevar el cabello recogido en lugar de suelto.
Y luego estaba Daniel: un chico atento, algo distraído, pero sorprendentemente considerado con ella.
Daniel hablaba y hablaba, y Griselda lo escuchaba como si cada palabra revelara un secreto. Le contaba de su trabajo, de la universidad, y hasta se reía de sí mismo confesando que siempre llegaba tarde y que vivía distraído. Esa sinceridad la desarmaba; no intentaba impresionarla, simplemente era él. Y entre cada sonrisa y cada mirada, Griselda sentía que algo suave y cálido iba creciendo en su interior. Cuando por fin miraron la hora, descubrieron sorprendidos que ya eran las diez de la noche.