Te encontraré en esta vida o en la otra

Caíitulo 11: La cena diplomática

Griselda se encontró desorientada y perdida al verse frente a la mercería del año 1925 con las ropas futuristas. No sabía qué hacer. Salió corriendo tras la tienda y, gracias al cielo, halló un vestido sucio en la basura. No le quedó de otra que ponérselo y salir corriendo rumbo a su casa. No paró hasta llegar a la mansión de sus padres.

Al llegar, la mucama no estaba. Se había olvidado de ella por completo. Primero fue a su habitación, se quitó el vestido sucio y lo arrojó al fondo de un baúl, junto con el pantalón y la blusa del futuro. Ya una vez con su ropa habitual, corrió con el cochero para decirle que fuera por su mucama, que la esperaba en la entrada de la mercería, y recogiera las telas que su madre había encargado. Habló tanto con el cochero como con la mucama, inventando excusas, asegurándoles que no había pasado nada fuera de lo común.

Se arregló para la muy comentada cena que su padre iba a tener con un socio comercial. Don Ernesto quería presentar a su hijo. Griselda se puso un vestido amplio color azul claro con un listón del mismo color y unos guantes de satín. Su madre iba con un vestido color champagne, radiante.

Dieron las ocho en punto y entró el socio comercial con su hijo, que no era otro más que Alfredo, acompañado de su padre.

Alfredo, al ver a Griselda, no cabía en la sorpresa. Después de buscarla por todos lados, de hablar con su tía y no recibir noticias de ella, temía que le hubiera pasado algo grave. Para él, ella había desaparecido de la nada en aquel campo de margaritas, y todo debía tener una explicación.

El padre de Griselda, le presento a mi esposa Leticia y a mi bella hija Griselda ambas realizan una reverencia, Alfredo al ver a Griselda queda sorprendido.

—Señorita Griselda —dijo Alfredo, tratando de mantener la compostura mientras hacía una reverencia—. Qué... qué gusto verla nuevamente.

Griselda, al ver a Alfredo, quedó impactada. Se parecía a Daniel. Los mismos ojos oscuros, la misma mandíbula fuerte, pero sabía que no era Daniel. Había algo en su mirada, en la forma en que se movía, que lo hacía distinto. Alfredo tenía una intensidad, una seriedad que Daniel no poseía. Daniel era más relajado, más... moderno.

—Señor... —murmuró Griselda, sintiendo cómo su corazón se aceleraba por razones completamente equivocadas.

—¿Se conocen? —preguntó don Ernesto, sorprendido y complacido a la vez.

—Tuvimos el placer de conocernos hace unos días en el pueblo —explicó Alfredo, sin apartar la mirada de Griselda—. Aunque debo confesar que nuestra última conversación quedó... inconclusa.

Inconclusa, pensó Griselda con amargura. Porque yo no era yo. Era Azucena.

—Qué coincidencia tan maravillosa —exclamó Leticia, la madre de Griselda—. Pasemos al comedor, por favor.

Durante la cena, Griselda apenas pudo probar bocado. Alfredo la observaba con una mezcla de confusión y fascinación. Algo había cambiado en ella. Su forma de hablar, sus gestos, incluso la manera en que sostenía los cubiertos era diferente a como la recordaba.

—Señorita Griselda —dijo Alfredo finalmente, cuando hubo una pausa en la conversación—. Perdone mi atrevimiento, pero... ¿se encuentra bien? La noto... distinta.

Griselda levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de él.

Griselda, haciendo una seña afirmativa y medio atragantándose, respondió que sí se sentía bien. Pero era mentira. Se sentía confusa y a la vez expectante, y lo mismo le pasaba a Alfredo.

—Padre, si me permite, debo ir a tomar aire —dijo Griselda, dejando su servilleta sobre la mesa.

El padre, que andaba alegre por tener a su socio comercial en la casa, accedió sin mucha importancia. El hijo también solicitó retirarse de la mesa, no sin antes pedir permiso:

—Don Ernesto, ¿me permitiría acompañar a la señorita Griselda al balcón?

Ambos padres quedaron encantados al ver las reacciones de los jóvenes. Don Ernesto y el padre de Alfredo intercambiaron miradas cómplices, imaginando ya futuras alianzas familiares.

Griselda y Alfredo salieron al balcón en silencio. La noche era fresca y las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos. Griselda se aferró a la barandilla, tratando de ordenar sus pensamientos.

—Señorita Griselda —comenzó Alfredo, manteniéndose a una distancia respetuosa—. Perdone mi insistencia, pero debo saberlo. Aquella tarde en el campo de margaritas... usted desapareció. Literalmente desapareció frente a mis ojos.

Griselda cerró los ojos. Tenía que decirle la verdad, pero ¿cómo explicarle algo tan imposible?

—Señor Alfredo, lo que voy a contarle va a sonar a locura. Pero le pido que me escuche hasta el final.

—La escucho.

—Aquella chica que usted conoció en el pueblo... —Griselda tomó aire—. No era yo.

Alfredo frunció el ceño.

—¿Cómo que no era usted? Tenía su rostro, su...

—Era mi rostro, sí. Pero no era yo. Era... —Griselda buscó las palabras correctas—. Era alguien más ocupando mi lugar. Alguien de otro tiempo.

El silencio que siguió fue pesado. Alfredo la miraba como si tratara de descifrar un acertijo imposible.

—¿Otro tiempo? —repitió lentamente—. Señorita, no comprendo.

—Yo... yo he estado en el futuro, señor Alfredo. Cien años en el futuro. Y mientras yo estaba allá, otra persona ocupó mi lugar aquí. Esa persona fue quien usted conoció. Esa persona fue quien estuvo con usted en el campo de margaritas.

Alfredo dio un paso atrás, procesando lo que acababa de escuchar.

—Eso es... imposible.

—Lo sé. Yo misma no lo creería si no lo hubiera vivido. —Griselda se giró para mirarlo directamente—. Pero es la verdad.

Alfredo temía preguntar:

—¿Qué pasó con esa chica? ¿Dónde está?

Griselda respondió:

—Si dice que desapareció, lo más seguro es que regresó a su tiempo, como yo regresé al mío.

—Eso es inaudito, señorita Griselda. ¿Cómo puede decir algo tan descabellado? —Alfredo apretó la mandíbula, tratando de controlar su frustración—. Si no quiere nada conmigo, mejor dígamelo y lo entenderé, pero no juegue con mis sentimientos.




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