Te encontraré en esta vida o en la otra

Capítulo 12: El origen del dije

Griselda caminaba ansiosa por toda la espaciosa habitación. Su cama matrimonial lucía un mosquitero de tul fino con delicados detalles bordados en las orillas, que colgaba desde el techo formando una especie de cortina blanca. La habitación contaba con dos ventanales amplios de marcos de caoba tallada que daban al jardín trasero, donde los rosales de su madre florecían incluso de noche bajo la luz de la luna.

El baño propio era su orgullo secreto: una tina de porcelana con patas de garra, junto a la cual su mucama se encargaba de subir con tinajas especiales el agua calientita que ella misma probaba con el codo antes de permitir que la señorita se metiera. Había pinturas de artistas importantes de esa época colgadas en las paredes: un Velasco que su padre había conseguido en una subasta, dos acuarelas de paisajes europeos, y un retrato al óleo de su abuela materna que siempre parecía seguirla con la mirada.

El papel tapiz era de un tono crema con sutiles diseños florales dorados que brillaban con la luz de las lámparas de gas. En una esquina, un tocador de caoba con espejo ovalado estaba repleto de frascos de perfume francés, cepillos de plata y horquillas para el cabello. Junto a la ventana, un sillón de lectura tapizado en terciopelo verde oscuro donde pasaba las tardes leyendo novelas que su madre consideraba "demasiado modernas".

Después de un rato de darle tantas vueltas a lo que vivía, pensando en Daniel, en la vida de libertad que añoraba, se dio cuenta de algo sorprendente: aunque no lo entendía del todo, extrañaba a la familia "loca" que tenía en el 2025. Envidiaba a Azucena por tener una libertad que le era negada en esta época. Y las ropas... ¡oh, las ropas! Prendas prácticas y agradables, frescas y cómodas, contra los incómodos corsés, las enaguas pesadas y los zapatos rígidos de botones que apretaban sus pies hasta dejarle marcas rojas.

Se recostó por un momento en su cama, exhausta emocionalmente, y le llegó un sueño... o quizá una revelación.

En la visión, veía su misma habitación, pero desde otro ángulo. Una mujer joven, vestida con ropas aún más antiguas que las suyas —tal vez de 1880—, se arrodillaba en una esquina casi pegada al peinador. Con cuidado, la mujer levantaba una tablilla suelta del piso de madera y escondía algo dentro: un pequeño libro de pasta de cuero.

Griselda despertó sobresaltada, con el corazón acelerado. No sabía cómo lo supo, pero en su mente resonaba un nombre: Esperanza. La hermana de su bisabuela. Una mujer de la que apenas se hablaba en la familia, como si su nombre fuera un secreto incómodo.

Se levantó de la cama, descalza, y caminó lentamente hacia la esquina señalada en su visión. Se arrodilló junto al peinador, sus manos temblando mientras pasaba los dedos por las tablas del suelo. Y entonces lo sintió: una tablilla que cedía ligeramente bajo su presión, más suelta que las demás.

Con cuidado, la levantó. Y ahí, cubierto de polvo y telarañas, estaba un pequeño diario de cuero gastado.

Lo sacó con reverencia, sintiendo el peso de los años en sus manos. En la primera página, con una caligrafía elegante pero desvanecida por el tiempo, leyó:

"Propiedad de Esperanza Contreras.

Si encuentras esto, y lo estas leyendo, es porque el destino así lo ha querido. Yo también viajé. Yo también amé en el tiempo equivocado."

Griselda sintió que se le erizaba la piel. No estaba sola en esto. Alguien antes que ella había vivido lo mismo.

"Todo comenzó con mi depresión. Me enamoré de un chico a los dieciocho años, pero él no me correspondió y se casó con otra. Durante varios años me sentí triste y sola, encerrada en esta casa que parecía más una tumba que un hogar. Mi padre viajaba constantemente por negocios y mi madre se la pasaba atendiendo sus infinitas obras de caridad y reuniones sociales, por lo que siempre estaba sola.

Una noche, después de llorar hasta quedarme sin lágrimas, pedí con todo mi fervor al cielo que me diera la oportunidad de vivir una experiencia única en mi vida. Solo eso. Una razón para seguir adelante.

Me dormí exhausta y soñé con un ser celestial —o al menos así parecía bajo aquella luz dorada que emanaba de su figura—. Me entregó un dije especial, un objeto pequeño pero pesado, como si contuviera el peso de muchos destinos. Me dijo con voz serena: "Vivirás una experiencia única, y la vivirás en el momento oportuno. Pero recuerda: cada elección tiene su precio."

Desperté sobresaltada y, entre mis manos temblorosas, estaba el dije. No era un sueño. Lo abrí y vi mi propia imagen junto a la de un chico guapo que desconocía por completo. Al momento de cerrarlo, sentí un tirón extraño en el pecho, como si algo me jalara desde adentro.

Y entonces viajé. Al año 1975.

La gente me tachó de loca por mis vestiduras. Las mujeres me miraban escandalizadas, los hombres con burla. Una turba comenzó a perseguirme por las calles, gritando improperios, hasta que me choqué literalmente con un hombre maravilloso. Era él, el de la foto del dije.

Su nombre Miguel Buenrostro, médico de profesión. Cuando nuestras miradas se cruzaron, lo supe: fue amor a primera vista. Él también lo sintió, lo vi en sus ojos.

Miguel me defendió de la turba, imponiéndose con su autoridad de doctor respetado del pueblo. Me llevó a casa de su hermana, Remedios, una mujer soltera que vivía sola en una casona cerca de la plaza. Ella, con una bondad que nunca olvidaré, me regaló prendas apropiadas para la época y me dijo que podía ocupar la habitación de huéspedes que tenía.

Cuando me preguntaron por mis extrañas vestiduras, inventé una historia: trabajaba en un circo que pasaba por la región, pero se fueron sin mí por un malentendido. Por eso mi vestimenta era tan peculiar.

Creyeron mi mentira. O al menos fingieron creerla."




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