Te encontraré en esta vida o en la otra

Capitulo 13: Añoranzas 

Azucena se despertó tarde, con el corazón agitado y la mente aún atrapada en el sueño. Había visto un libro, como un diario antiguo, con letras desvaídas que hablaban de viajes en el tiempo… y de un precio que debía pagarse. Al leer esa frase, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Gritó. No fue un grito largo ni dramático, pero sí lo suficiente para que su madre, alarmada, subiera corriendo las escaleras.

—¿Qué pasó, hija? —preguntó Elisa, con la voz entre preocupación y susto.

Azucena se frotó los ojos, temblando un poco.

—Nada… solo un mal sueño —respondió, sin ganas de explicar que en ese sueño había leído su posible destino.

Comió algo ligero —una manzana, pan y café frío, que dejo la madre para ella; porque ya no había tiempo para más— y salió rumbo al punto de encuentro con Daniel. El sol brillaba con esa intensidad incómoda que parece burlarse de los que tienen el corazón revuelto.

Al llegar, lo vio. Él también la esperaba, nervioso, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida. Cuando sus ojos se encontraron, ambos sintieron ese golpe en el pecho: el vértigo de tener frente a ti a la persona que amas… pero no ser la persona de la que te enamoraste.

Daniel la observó con atención. Algo no encajaba. La Azucena que tenía enfrente no era la misma que lo había cautivado en el vivero. Esta era más directa, menos dulce, con una mirada que parecía juzgarlo. Rebelde. Un poco enojona. Y definitivamente no decía “por favor” cada tres frases.

Azucena, por su parte, lo miró con decepción silenciosa. Daniel era simpático, sí, pero no tenía ni la sombra del porte de Alfredo. No había esa mirada profunda, ni esa forma de hablar como si cada palabra tuviera peso. Este Daniel parecía más… distraído. Como si no supiera qué hacer con su vida, ni con ella.

Se quedaron en silencio unos segundos, incómodos, como dos actores que han ensayado escenas distintas para la misma obra.

—¿Tú… eres tú? —preguntó Daniel, rompiendo el hielo con una pregunta que no tenía respuesta fácil.

Azucena suspiró. No sabía por dónde empezar.

Daniel no daba crédito a lo que Azucena le estaba contando. ¿Cómo podía ser que la mujer que había conocido —la que lo había hecho sentir visto, desafiado, inspirado— no fuera Azucena, sino una tal Griselda, venida de otra época? La historia sonaba a delirio, a guion de película mal escrita. Pero había algo que no podía negar: esa chica, la que desapareció frente a sus ojos en el vivero, tenía una forma de hablar que lo hacía sentirse más adulto. Más capaz. Más hombre.

—Cuando hablaba conmigo… —pensó Daniel, sin decirlo en voz alta— sentía que debía esforzarme. Me puse a leer libros, a investigar cosas que nunca me habían interesado. Porque ella, esa Azucena que ahora sé que era Griselda, parecía tenerlo todo claro. Era segura, elegante, como si cada palabra que decía tuviera peso.

Ahora, frente a él, estaba la verdadera Azucena. Hermosa, sí. Con esa mirada intensa y esa forma de fruncir el ceño que lo desarmaba. Pero también con un aire de inseguridad que contrastaba brutalmente con la mujer que lo había hecho cambiar. Esta Azucena dudaba, se mordía el labio, evitaba su mirada. No era la misma. No podía serlo.

Daniel se sintió dividido. ¿Qué se hace cuando el corazón late por alguien que ya no existe? ¿O peor aún, por alguien que nunca fue quien creíste?

Azucena, por su parte, lo observaba en silencio. Sabía que él la comparaba. Lo veía en sus ojos. Y aunque no lo decía, lo sentía. Alfredo nunca la había hecho sentir así: juzgada, puesta en balanza. Alfredo la había mirado como si fuera la única mujer en el mundo. Daniel, en cambio, parecía buscar a otra en su rostro.

El silencio entre ellos se volvió espeso. Como si el tiempo, otra vez, estuviera a punto de romperse.

Se sentaron frente a un banco de la plaza, la plaza donde Daniel vio por vez primera a Griselda.

Daniel: Entonces… ¿me estás diciendo que la chica que conocí, la que me hablaba de filosofía y me hacía sentir que debía leer más… no eras tú.

Azucena: No. Era Griselda. Ella estaba en mi lugar. Yo estaba… en otro tiempo. Literalmente.

Daniel: (Ríe nerviosamente) Esto suena a novela de ciencia ficción. ¿Y tú esperas que yo lo crea?

Azucena: No espero que lo creas. Solo… no quiero que sigas buscando a alguien que ya no está. Que nunca fue yo.

Daniel: Pero tú eres Azucena. La del dije. La del perfil que encontré. La que desapareció frente a mí.

Azucena: Sí, pero no soy la mujer que te hizo sentir que debías cambiar. Esa era Griselda. Y tú… tú no eres Alfredo.

Daniel: (Se queda en silencio. Luego, con voz baja) Cuando hablaba con ella… sentía que debía esforzarme. Me puse a leer libros. Me levantaba temprano. Me sentía… mejor. Como si ella viera algo en mí que yo no veía.

Azucena: (Con una sonrisa triste) Alfredo me hacía sentir así. Como si yo fuera la única mujer en el mundo. Tú… tú me miras buscando a otra.

Daniel: No es justo. No para ninguno de los dos.

Azucena: Lo sé. Pero aquí estamos. Tú, esperando a una mujer que ya no está. Y yo, deseando volver con un hombre que vive en 1925.

Daniel: (La mira con ternura) ¿Y si dejamos de buscar fantasmas? ¿Y si empezamos a conocernos… de verdad?

Azucena: ¿Y si no te gusta lo que encuentras?

Daniel: Entonces al menos sabré que lo intenté con la persona real. No con una ilusión.

Azucena: (Lo mira por fin a los ojos) Está bien. Pero no esperes que te cite a Nietzsche. A veces me cuesta hasta entender los memes.

Daniel: Perfecto. Yo tampoco soy Alfredo. Pero sé preparar café decente y tengo una biblioteca que no he terminado.

Azucena: Entonces empecemos por ahí. Con café. Y sin fantasmas.

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Griselda escuchó la voz firme de su padre llamándola desde el salón. No era común que la convocara así, con ese tono que parecía envolver la casa en una capa de solemnidad. Al llegar, lo primero que notó fue la disposición de los muebles: su madre sentada junto a su padre en el sofá principal, como si fueran retrato de familia en día de misa. Hacía años que no se sentaban así, juntos, sin distracciones.




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