El cielo estaba teñido de tonos naranjas y violetas, como si el universo supiera que algo extraordinario estaba por suceder. Griselda sostenía el pergamino con manos temblorosas en el jardín de margaritas, mientras el viento jugaba con los pliegues de su vestido azul. Cada palabra escrita en esa caligrafía antigua resonaba en su mente:
“Cuando estés dispuesta a renunciar a TODO por quien amas… el dije responderá.”
A cientos de kilómetros y cien años adelante, Azucena leía el mismo mensaje en su habitación, con el corazón latiendo como tambor. El dije colgaba de su cuello, frío y pesado, como si esperara una decisión que ella aún no se atrevía a tomar.
Azucena (susurrando): —¿Renunciar a todo? ¿Mi familia, mi vida, mi futuro? ¿Por Alfredo?
(Aprieta el dije contra su pecho)
—Pero si no lo hago… viviré con esta ausencia para siempre.
Griselda (en 1925, mirando el cielo): —¿Y yo? ¿Cómo dejar atrás a mis padres, mi mundo, por un hombre que apenas conocí… pero que me hizo sentir viva?
(Cierra los ojos)
—Daniel… ¿serás mi destino?
El viento se levantó de golpe. El dije comenzó a vibrar, primero suavemente, luego con una fuerza que parecía arrancarles el aliento. Ambas sintieron el mismo tirón en el pecho, como si el tiempo las jalara hacia un punto común.
Cuando abrieron los ojos, ya no estaban en sus mundos. Ni en 1925 ni en 2025. Era un espacio suspendido, un campo de margaritas iluminado por una luz dorada que no venía del sol, sino de todas partes. El aire olía a tierra y a electricidad. Y allí estaban: frente a frente, por primera vez.
Azucena (con voz quebrada): —¿Tú eres… Griselda?
Griselda (con lágrimas): —Y tú… la mujer que vivió mi vida Azucena.
(Se miran, con una mezcla de rabia, gratitud y tristeza)
Griselda: —El pergamino decía que el sacrificio era la llave. ¿Qué vas a hacer?
Azucena: —Voy a quedarme en tu tiempo. Quiero a Alfredo.
Griselda: —Y yo… quiero a Daniel.
(Ambas sonríen entre lágrimas)
—Entonces hagámoslo. Juntas.
El dije, atrapado entre sus manos, comenzó a brillar con una luz cegadora. El viento rugió como un animal salvaje. Voces antiguas y modernas se mezclaron en un coro imposible. El suelo tembló. El tiempo se quebró como un espejo, y cada fragmento reflejó escenas de sus vidas: la fogata, el baile en la alameda, el cine, el campo de margaritas.
Azucena (gritando para hacerse oír):
—¡Si esto funciona… gracias!
Griselda (apretando el dije):
—¡Que el amor nos devuelva a donde pertenecemos!
Un estallido de luz las envolvió. Y luego… silencio.
Azucena abrió los ojos. Estaba en 1925, vestida con el traje de novia que Griselda había dejado atrás. El altar la esperaba, adornado con flores blancas y velas encendidas. Alfredo estaba allí, con los ojos llenos de amor, como si el universo entero se resumiera en su mirada.
Alfredo (tomando su mano): —¿Por qué sonríes?
Azucena (con lágrimas): —Porque ahora sé que el amor verdadero no conoce de épocas.
Mientras tanto, Griselda despertó en el vivero donde Daniel la había buscado tantas veces. El aire olía a flores y a esperanza. Daniel corría hacia ella, con el rostro desencajado por la sorpresa y la emoción.
Daniel (jadeando): —¿Dónde estabas? ¡Te busqué por todas partes!
Griselda (abrazándolo con fuerza): —Buscando mi lugar. Y lo encontré. Contigo.
El dije cayó al suelo entre ellas, convertido en polvo dorado que el viento se llevó. Su misión había terminado. No más intercambios. No más caos. Solo amor.