Te encontraré en esta vida o en la otra

Epilogo: El dije

La luz dorada se había desvanecido hacía horas, pero el eco de lo ocurrido seguía vibrando en algún rincón del universo. El dije ya no existía; convertido en polvo, se había fundido con el viento como si nunca hubiera estado allí. Sin embargo, su historia no terminó con Azucena y Griselda. Porque el tiempo, como el amor, guarda secretos que solo revela a quienes se atreven a desafiarlo.

En una habitación oscura, iluminada apenas por la llama temblorosa de una vela, la anciana que les entregó el pergamino cerró un libro antiguo con manos arrugadas. Sus ojos, brillantes como espejos del pasado, se alzaron hacia el techo, donde colgaban decenas de dijes idénticos al que había desaparecido.

—Dos almas más han cumplido su destino —murmuró, con voz quebrada por los años—. El equilibrio se mantiene.

Sobre la mesa, el pergamino que Azucena había leído estaba abierto, junto a otro que Griselda nunca llegó a ver. Ambos decían lo mismo: “Cada elección tiene un precio. El tiempo cobra intereses. Y el destino siempre exige balance.”

La anciana —cuyo nombre nadie recordaba, porque había vivido más vidas de las que podía contar— era la última guardiana de la Orden del Tiempo, una hermandad secreta fundada siglos atrás por mujeres que habían viajado y amado en épocas equivocadas. Cada dije era una llave, pero también una prueba: no se activaba con desesperación, sino con certeza absoluta. Con la disposición de renunciar a todo por amor verdadero.

Por eso el dije había respondido. Porque Azucena y Griselda no solo lo deseaban: estaban dispuestas a perderlo todo. Familia, comodidades, futuro. El sacrificio fue la chispa que encendió la magia.

La anciana enrolló el pergamino y lo guardó en un cofre de madera, junto a otros que narraban historias similares: mujeres que cruzaron siglos por un beso, hombres que desafiaron la lógica por un abrazo. Historias que nadie conocería, salvo quienes se atrevieran a abrir el dije.

Antes de apagar la vela, la anciana sonrió con melancolía.

—El amor verdadero no conoce de épocas —susurró—. Pero siempre exige un precio.

Y con ese pensamiento, la oscuridad se tragó la habitación, dejando solo el leve aroma a pergamino y a tiempo.




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