Luz Meyer
Hoy es viernes, el día que mi vecina Camille toca insistentemente la puerta de mi casa, con la excusa de que ha llegado temprano del trabajo con una enorme porción de pastel extra, y no tiene con quien compartirlo.
La colorina es dueña de una repostería, y a pesar de ser una de las más cotizadas de la ciudad, vive en una modesta casa en un barrio de clase media.
Aún me pregunto porque una persona como ella, busca mi amistad.
Si supiera que Rick me ha prohibido hablarle, si supiera que la vez en la que le di mi número de WhatsApp me lleve a cambio un par de bofetadas, de seguro que no intentaría platicar conmigo.
Gracias a Dios él no se encuentra en casa, de hecho, luego del fiasco del plato de sopa salado, no ha vuelto. De eso, ya van cinco días. La verdad, es que no me interesa lo que haga con su desgraciada vida. Puede perderse en el bosque y ser comido por los lobos, o haber tenido un accidente de tránsito, y a mí no me importaría.
Dejó de importarme hace exactamente tres años, desde la primera vez que me levantó la mano. Cuando rompió mi corazón y ya nunca volvió a ser el mismo.
Me he cuestionado muchas veces la razón por la que no me he marchado de su lado. Sin embargo, recuerdo lo que sucedió el 20 de Septiembre de 2020.
Aquel día me dió un puñetazo tan fuerte en la cabeza, que me desmayé y terminé en el suelo por un par de minutos. Al recobrar la consciencia decidí que no permitiría que siguiera alejándome de mis padres y amigos. Si, el motivo de su golpe fue porque visité a mi familia y amistades.
Tomé una maleta y eché todas mis pertenencias dentro, decidida a irme de casa. Baje las escaleras, y lo confronté. Le dejaría en claro que yo no sería de esas mujeres que permiten el abuso. Yo crecí en un hogar rodeado de amor, comprensión y respeto.
Lo que recibí fue una sonora carcajada. Creyó que era una maldita broma, pero no lo era. No cuando me vio con la maleta en la mano.
Me golpeó, como nunca antes. Golpes en mi estómago, piernas, brazos y cabeza. Me tuvo una semana completa encerrada en mi habitación, me alimentaba con agua y pan. Tomó mi celular y envió mensajes a mis padres y amigos, el texto era bien claro, "Yo no quería saber nada de ellos".
El tiempo pasó y su control sobre mi aumento a grados alarmantes, me golpeaba, humillaba, y amenazaba. Me hizo sentir la cosa más miserable del mundo, mi autoestima decayó por los suelos, me volví insegura y terriblemente ansiosa. Jugo y manipulo mi mente, incluso llegué a creer que estaba bien alejarme de mi familia.
¿Por qué no volví a intentar irme? ¿Por qué no lo denuncie?... La respuesta no es otra más que el miedo. El miedo que me paraliza ante la idea de que vuelva a estar al borde de la muerte, el temor a hacer la denuncia y que la policía no haga nada. Seamos honestos, la falta de efectividad en la justicia se ha cobrado la vida de miles de mujeres. Mientras que el femicidio aumenta considerablemente, el arresto de los agresores es casi nulo. Además él no es mi esposo, es solo mi pareja. Se muy bien que la justicia lo catalogará como lesiones personales, y no como violencia doméstica. Veo las noticias, no soy tonta. La justicia no está de nuestra parte, y eso no cambiará hasta que en la sociedad haya una plena consciencia de que los abusadores están ocultos en cada rincón, y que son más peligrosos y mortales de lo que se cree.
Una orden de alejamiento no me salvará de sus garras.
He llegado a creer que la única manera de escapar de este infierno es morir, o que él, por voluntad propia, acepte dejarme libre. Y cuando digo eso, me refiero a que por la gracia divina, se encapriche con otra mujer.
Suena egoísta, lo sé. Pero quizás tropiece con una piedra valiente. No como yo.
En fin, tal vez algún día un golpe de suerte me aleje de su lado.
Camino hasta la puerta y la abro dejando ver a la linda colorina de mofletes respingados. Su mano está extendida hacia mí, con un plato de rico pastel de chocolate, lo adivino por la cobertura y relleno.
—Di que sí, di que sí —suplica.
Apreto los puños de mis manos, si Rick llega y me ve con ella, será el fin de mi mundo. Sin embargo, no creo que aparezca pronto.
—Está bien, pasa.
—¡Siiiiii! —chilla emocionada —. No sabes cuánto espere por esto.
Mis labios se curvan en una pequeña sonrisa.
La guio a la cocina, mientras ella va dando pequeños saltitos. ¿Qué edad tiene?, ¿Diez?
—Camille, ¿Cuántos años tienes? —pregunto a la vez que tomo dos tenedores, y le entrego uno.
—¿Cuántos crees que tengo mamasita? —pregunta con voz cantarina, da una vuelta moviendo su cuerpo —. ¡Adivina!.
Suelto una risita entre dientes, es divertida y enérgica. Totalmente opuesta a mi.
—¿Veintiocho? —suelto encogiendome de hombros.
Sus ojos se abren, y su mandíbula por poco llega al suelo —. Me ofendes, me han dicho, incluso, veinte años, pero jamás veintiocho —posiciona los brazos en jarra a los costados de su cuerpo —. Tengo veinticinco.
—¿Enserio?...Yo también —sonrío genuinamente, algo que no he hecho en los últimos tres años.
—¡Noo!, pero si te ves más jóven, eres muy bonita —lleva un trozo de pastel a su boca.
La sonrisa se desvanece de mi rostro.
~{¿Yo? ¿Bonita? }~ el recuerdo de las veces en qué Rick me dice que soy fea, gorda, poca cosa, vienen a mi mente, repitiendo lo que ya sé.
Niego —. No soy bonita. Para nada.
—¡¿Qué?!, ¡Qué dices!, ya quisiera verme así sin maquillaje. Algunas tienen la suerte de lucir hermosas al natural. Otras, me incluyo, recurrimos al labial y la máscara de pestañas. Aunque mirándote bien —me observa de pies a cabeza —. Esa ropa anticuada te hace ver vieja, muy vieja. ¿Es dos tallas más de la que te corresponde?
Una mueca asoma en mis labios. Esta ropa es horrible, pero es lo que él me deja usar. Rompió y quemó todos mis vestidos, blusas, y jeans ceñidos al cuerpo. Si voy al centro comercial, va al lado mío, y no me deja moverme de su lado más que para comprar lo que necesito. Un ejemplo es aquel corrector de orejas, que requería para ocultar el hematoma que él mismo me causó.