Te encontré en la oscuridad

Capítulo 9

Luz Meyer

Hoy es viernes.

El día en que mi vecina Camille aparece puntualmente en mi puerta con la excusa de que volvió temprano del trabajo y trajo una porción extra de pastel. Siempre es “extra”. Siempre es demasiado para comer sola.

La colorina es dueña de una de las reposterías más famosas de la ciudad, y a pesar de ser una de las más cotizadas, vive en una casa modesta, en este barrio común de clase media.

A veces me pregunto por qué una persona como ella busca mi amistad. Qué ve en mí.

Si supiera que Rick me prohíbe hablarle, si supiera que la vez que le di mi número terminé con la cara marcada por sus bofetadas… probablemente no volvería a intentarlo.

Gracias a Dios él no está en casa. Desde aquel incidente con la sopa —salada por accidente— no ha vuelto. Cinco días de paz, cinco días de silencio.

Y la verdad, me da igual dónde esté. Podría haberse perdido en el bosque, caído a un barranco o atropellado por un camión. No sentiría ni una pizca de culpa.
Dejó de importarme hace tres años. Exactamente desde la primera vez que me levantó la mano, desde que rompió algo en mí que nunca volvió a ser igual.

He pensado muchas veces por qué no me he ido. Por qué sigo aquí, y siempre vuelvo a la misma fecha.

El día que me golpeó tan fuerte en la cabeza que perdí el conocimiento. Me desmayé y desperté minutos después, tirada en el suelo.

Me había atrevido a visitar a mis padres.
Ese fue mi “crimen”.

Ese día decidí que me marcharía. Subí a mi habitación, tiré lo que pude en una maleta y bajé decidida a irme.
Quería dejarle claro que no era una mujer débil. Que yo había crecido rodeada de amor, de respeto, de cuidado.

¿Y cómo respondió él?

Riendo.

Una risa grotesca, incrédula, como si le estuviera contando un chiste, creyó que era una maldita broma. Pero cuando vio la maleta en mi mano, dejó de reír.

Y me golpeó, como nunca antes.

Golpes en mi estómago, piernas, brazos y cabeza. Me dejó una semana completa encerrada en mi habitación, me alimentaba con pan duro y agua. Tomó mi celular y envió mensajes a mis padres y amigos, el texto era bien claro:

“No quiero saber nada de ustedes. Déjenme en paz.”

El tiempo pasó y su control sobre mi aumento a grados alarmantes, me golpeaba, humillaba, y amenazaba. Me hizo sentir la cosa más miserable del mundo, mi autoestima decayó por los suelos, volviendome insegura y terriblemente ansiosa. Jugo y manipulo mi mente, incluso llegué a creer que estaba bien alejarme de mi familia.

Me aisló del mundo, y me convirtió en sombra.

¿Por qué no volví a intentar irme? ¿Por qué no lo denuncie?... La respuesta no es otra más que el miedo. El miedo que me paraliza ante la idea de que vuelva a estar al borde de la muerte, el temor a hacer la denuncia y que la policía no haga nada. Seamos honestos, la falta de efectividad en la justicia se ha cobrado la vida de miles de mujeres. Mientras que el femicidio aumenta considerablemente, el arresto de los agresores es casi nulo. Además él no es mi esposo, es solo mi pareja. Se muy bien que la justicia lo catalogará como lesiones personales, y no como violencia doméstica. Veo las noticias, no soy tonta. La justicia no está de nuestra parte, y eso no cambiará hasta que en la sociedad haya una plena consciencia de que los abusadores están ocultos en cada rincón, y que son más peligrosos y mortales de lo que se cree.

Una orden de alejamiento no me salvará de sus garras.

He llegado a creer que la única manera de escapar de este infierno es morir, o que él, por voluntad propia, acepte dejarme libre. Y cuando digo eso, me refiero a que por la gracia divina, se encapriche con otra mujer.

Suena egoísta, lo sé. Pero quizás tropiece con una piedra valiente. No como yo.

En fin, tal vez algún día un golpe de suerte me aleje de su lado.

¿Una orden de alejamiento no salvará mi vida.
Lo sé.
Por eso he llegado a pensar que mi única salida real es la muerte.
O que, por obra divina, él encuentre otra mujer y me deje.

Suena cruel, lo sé. Pero quizás ella sea más fuerte.

Camino hasta la puerta, y allí está Camille. Brillante, viva. Con las mejillas rosadas y los ojos chispeantes. Extiende un plato de pastel cubierto de chocolate y me suplica:

—Di que sí, di que sí...

Aprieto los puños. Si Rick aparece y nos ve juntas… será mi fin. Pero hoy… hoy me siento valiente.

—Está bien, pasa.

—¡SÍÍÍÍ! —grita emocionada—. ¡No sabes cuánto esperé esto!

Una sonrisa tímida se dibuja en mi rostro.

La guío hasta la cocina. Ella salta, gira, se ríe. Parece una niña.
—Camille, ¿cuántos años tienes? —pregunto mientras le paso un tenedor.

—¿Cuántos crees que tengo, mamasita? —responde, coqueta, dando una vuelta—. ¡Adivina!

—¿Veintiocho?

Sus ojos se agrandan.

—¡Me ofendes! ¡Me han dicho hasta veinte! ¡Pero jamás veintiocho! Tengo veinticinco.

—¿En serio? Yo también —sonrío. Por primera vez en años, sonrío de verdad.

—¡Nooo! ¡Pero tú pareces más joven! Eres muy bonita.

La sonrisa se desvanece.

¿Bonita?
Las palabras de Rick retumban en mi mente.“Fea. Gorda. Inútil. Ridícula.”

—No lo soy —murmuro.

—¡¿Qué?! Luz, ¡claro que lo eres! Algunas nacemos radiantes, y tú eres una de esas. Yo necesito maquillaje, tú no.

Me observa de arriba abajo, frunce los labios.

—Aunque… esa ropa te hace ver diez años mayor. ¿Es dos tallas más grande?

Mi corazón se encoge.

Esa ropa la eligió él. Rompió mis vestidos, quemó mis jeans. Me lleva al centro comercial y no me deja comprar nada que no “le guste”. El corrector de ojeras que uso… lo compré solo para ocultar el hematoma que él mismo me dejó.

—Me gusta la ropa suelta —miento.

Camille entrecierra los ojos. Me examina con más atención, y luego, suelta:

—¡Ya sé! ¡Debemos ir de compras!




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