A veces el amor llega sin anunciarse, sin dar señales previas, como si el universo decidiera unir dos almas en el momento exacto. Así fue como la conoció.
Era un martes cualquiera. El cielo estaba gris, pero no lo suficiente como para llover. El sonido del café burbujeando en la máquina, el murmullo de conversaciones ajenas, y él… sentado solo en una banca en la esquina de esa pequeña cafetería en el parque donde siempre iba a leer.
Ella entró con el cabello mojado por la llovizna. Llevaba un abrigo color crema y una sonrisa que parecía ajena al clima. Buscó una mesa, pero estaban todas ocupadas. Él la vio mirar alrededor, insegura, hasta que sus ojos se cruzaron.
—¿Te molesta si me siento aquí? —preguntó con voz suave.
Él asintió, aún en silencio, sin saber que ese instante iba a marcar el inicio del todo… y también del final.
Se llamaba Elena. Estudiaba diseño y amaba dibujar en servilletas mientras tomaba café. Esa primera conversación fue torpe, interrumpida por risas nerviosas y miradas fugaces. Pero bastó una hora para que ambos supieran que algo se había encendido.
No pasó mucho para que empezaran a verse más seguido. Caminaban por la ciudad tomados de la mano, como si nada más importara. Hablaban de sueños, miedos, cicatrices viejas. Compartían libros, canciones, y silencios cómodos. Él, por primera vez en años, se sentía vivo. Como si todo en su vida —lo bueno, lo malo, lo gris— hubiese tenido sentido solo para llevarlo hasta ella.
Y así, entre citas sencillas, mensajes de madrugada y promesas susurradas bajo las sábanas, nació un amor tan puro que parecía eterno.
Pero los amores que parecen eternos… son los que más duelen cuando se rompen.
Editado: 04.06.2025