Te encontré para perderme.

Promesas con fecha de caducidad.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Para él, cada instante con Elena era un regalo. Era ese tipo de amor que no necesitaba grandes gestos, solo detalles pequeños: mensajes de buenos días, risas compartidas viendo series, caricias suaves antes de dormir.

Se enamoró de su risa, de cómo dibujaba en los bordes de las libretas cuando estaba concentrada, de cómo se enredaba el cabello con el dedo sin darse cuenta. Se enamoró incluso de sus tristezas, de esas lágrimas que no mostraba a cualquiera. Y ella… también parecía estar completamente entregada.

Hacían planes. Viajar a la playa, adoptar un gato, mudarse juntos. Él creía en cada palabra que salía de su boca. Era de los que aman sin medidas, sin reservas, con la ingenuidad de quien nunca ha sido roto de verdad.

Pero el amor ciego también es amor sordo.

Los primeros cambios fueron sutiles. Elena comenzó a responder más lento. A distraerse durante sus conversaciones. A salir más “con amigas” pero sin decir nombres. Ya no pedía que él la esperara en casa después de clase; simplemente… llegaba tarde. A veces sin explicar por qué.

Él lo notaba, pero no decía nada. Pensaba que eran sus inseguridades. Que el amor real también se siente así a veces: incierto, vulnerable. Se convencía de que todo estaba bien, que todo volvería a ser como antes.

Una noche, mientras ella dormía abrazada a él, él susurró:

—¿Tú me amarías incluso si un día dejo de ser suficiente?

Ella no respondió. Solo se acomodó y siguió durmiendo.

Él se quedó despierto, mirando el techo. Esa pregunta no era casual. Era una grieta en su alma que empezaba a abrirse. Una grieta que, aunque aún pequeña, ya comenzaba a sangrar.




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