Habían pasado ocho meses desde aquel primer café. Ya no eran dos desconocidos con nervios en la mirada. Eran pareja, convivencia a medias, rutina compartida.
Y con la rutina… llegaron los silencios.
No eran discusiones. No todavía. Era algo más sutil: una distancia disfrazada de cansancio. Elena respondía con monosílabos, sonreía menos, evitaba el contacto visual cuando hablaban de temas serios.
Él comenzó a esforzarse más. Cocinaba su comida favorita, le dejaba notas escritas a mano escondidas en su bolso. Le dedicaba canciones en listas de reproducción, como al principio. Pero lo que antes la hacía reír, ahora apenas despertaba un suspiro.
—¿Te pasa algo? —le preguntó una noche, mientras lavaban los platos.
—No, solo estoy agotada —respondió sin mirarlo.
Él asintió. Pero por dentro, una pregunta crecía con fuerza: ¿Agotada de qué? ¿Del día… o de mí?
Comenzó a revisar recuerdos, buscando errores. ¿Había dicho algo? ¿Hecho algo mal? Pensó en sus inseguridades, en lo mucho que dependía de ella emocionalmente, en cómo todo su mundo se estaba construyendo alrededor de esa relación.
Y aún así, cada vez que la tenía frente a él, sentía que se le escapaba un poco más.
Una tarde, mientras Elena se duchaba, el celular de ella vibró. Él no quería mirar. Nunca había tenido necesidad. Pero ese día, algo lo impulsó. El presentimiento. El miedo.
Un mensaje en la pantalla:
“¿Lo verás hoy también?”
Sin nombre. Solo eso.
Suficiente para que todo dentro de él se congelara.
No revisó más. No quiso. Prefirió aferrarse a la duda que a una confirmación brutal. Se sentó en el sofá, inmóvil, con el sonido del agua de fondo y el corazón latiendo como si quisiera escapar de su pecho.
Cuando ella salió del baño, le sonrió como siempre.
Y él… le devolvió la sonrisa.
Porque cuando amas de verdad, a veces te conviertes en cómplice de tu propio dolor.
Editado: 04.06.2025