Después de aquel mensaje extraño, algo dentro de él cambió… pero solo por dentro. Por fuera, todo seguía igual. Él no dijo nada. No preguntó. No confrontó. Prefirió tragarse la sospecha y aferrarse a lo poco que quedaba.
Porque a veces el amor no muere de golpe. Se desangra.
Decidió que tenía que recuperar a Elena. Se convenció de que todo era una etapa. Que el estrés, el cansancio, la rutina, la distancia emocional… eran cosas normales que toda pareja atravesaba. Que lo que sentía no era abandono, sino una prueba.
Así que hizo un plan.
Volver a los orígenes.
Recordarle por qué se eligieron.
La invitó a salir un viernes por la noche, como en los primeros días. Le preparó una sorpresa: un picnic nocturno en el mirador donde habían ido en su primer mes juntos. Compró vino, preparó bocadillos, incluso llevó la bufanda que ella le regaló el invierno pasado.
Cuando llegaron, ella sonrió. Una sonrisa leve, pero real. Él se aferró a eso como a un salvavidas.
Hablaron poco. Ella evitaba profundizar. Él intentaba llenarla de recuerdos, contarle cosas bonitas, recordarle frases antiguas que solían decirse. Incluso puso su canción en el celular, esa que una vez bailaron en medio del pasillo de la casa, riendo como niños.
—¿Te acuerdas? —le preguntó con una sonrisa forzada.
—Sí… claro que sí —respondió ella. Pero sus ojos no estaban ahí.
Él se inclinó para besarla. Ella lo aceptó, pero no lo devolvió. Fue un contacto tibio, como si su boca estuviera ocupada en otro lugar.
Esa noche, al regresar, hicieron el amor. Pero él lo sintió distinto. No fue amor. Fue cuerpo. Fue vacío.
Y cuando terminaron, ella se dio vuelta y se durmió.
Él se quedó mirando el techo.
“Estoy amando por los dos”, pensó.
Y aunque le dolía… no estaba listo para rendirse.
Porque cuando se ama con tanta profundidad, rendirse se siente como morir.
Editado: 04.06.2025