Te encontré para perderme.

Algo no encaja.

Empezó a volverse una costumbre: fingir.
Fingir que todo estaba bien, que no le dolía, que seguía confiando.

Él despertaba antes que ella solo para verla dormir, como buscando entre su respiración alguna señal de amor que aún sobreviviera. Pero cada día era más difícil ignorar el frío entre los dos, ese silencio que antes era paz y ahora era castigo.

Comenzó a notar cosas.
Pequeñas.
Insignificantes, tal vez.
Pero cuando amas y tienes miedo de perder, todo se vuelve sospecha.

Un perfume distinto en su ropa cuando volvía tarde.
Risas apagadas detrás de mensajes que nunca le mostraba.
Ausencias mal explicadas.
Excusas que sonaban recicladas.

Una noche, ella olvidó cerrar sesión en su laptop. Él no quería mirar. Pero el cursor titilando sobre un chat abierto fue más fuerte que su moral.

Vio solo una línea:

“No puedo hablar mucho, está aquí.”

No decía a quién.
No explicaba nada.
Pero no hacía falta.

Sintió una punzada en el pecho. No de rabia. De vacío.

Guardó silencio. Apagó la pantalla. Se fue al baño, se mojó el rostro. Se miró al espejo con los ojos hinchados y se preguntó: ¿Cuándo empecé a convertirme en un estorbo para la persona que más amo?

No dijo nada.
Otra vez.

Esa noche, ella se acercó mientras él miraba una película solo y apoyó su cabeza en su hombro, como antes. Él tembló un poco. Su cuerpo la deseaba. Su alma también. Pero su mente ya no podía ignorar lo que sentía: que esa cercanía era solo un recuerdo mecánico, no un gesto de amor.

—¿Estás bien? —preguntó ella, casi sin mirar.

Él mintió como siempre.

—Sí… solo estoy cansado.

Y ella no preguntó más.

Él quería que lo abrazara fuerte, que lo mirara y le dijera “te amo” como antes. Quería que lo eligiera otra vez. Que dijera: “lo siento, estoy confundida, pero te amo y quiero quedarme”.

Pero no lo hizo.

Porque cuando alguien ya se ha ido por dentro… su presencia se vuelve más cruel que su ausencia.




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