Los días empezaron a pasar sin forma, como si el tiempo hubiera dejado de importar.
Ella estaba ahí… pero ya no estaba.
Él dejó de preguntar. Dejó de insistir. Algo dentro de él se quebró aquella noche en que se arrodilló y no obtuvo respuesta. Desde entonces, todo se volvió automático: despertarse, respirar, fingir.
Ya no preparaba cenas. Ya no dejaba notas. Ya no ponía canciones.
Solo miraba el techo en silencio cada noche, mientras ella dormía en la misma cama… como una extraña.
Comenzó a hablar consigo mismo en la ducha, en la cocina, en la calle.
A recordar sus propias frases de amor, como si fueran las últimas palabras que alguien dijo antes de morir.
—¿Te acuerdas cuando me dijiste que yo era tu lugar seguro? —se preguntaba en voz baja, sabiendo que la respuesta no llegaría.
Los mensajes en el celular de ella seguían llegando tarde en la noche. Vibraciones que lo despertaban como alarmas silenciosas. Ella ya no se preocupaba por ocultarlos. O tal vez ya no le importaba si él los veía.
Eso dolía más.
Un día, regresó del trabajo y encontró la casa vacía. En la mesa, un plato con comida fría y una nota:
“Salí con unas amigas. No me esperes despierto.”
Ese papel fue más que una excusa. Fue una sentencia.
Él se sentó a la mesa solo, como un huérfano del amor.
Esa noche se sirvió una copa de vino. Luego otra. Luego una más.
No para olvidar.
Sino para recordar sin que doliera tanto.
Encendió el celular y empezó a ver fotos antiguas. Videos. Audios de voz donde ella reía, donde decía "te amo", donde prometía quedarse.
Le temblaban las manos.
Porque nada de eso era mentira.
Solo… ya no era verdad.
Comenzó a escribir en una libreta. No sabía por qué. Solo necesitaba sacar lo que tenía dentro.
Escribía cosas como:
“Estoy vivo, pero no estoy aquí.”
“Ya ni siquiera puedo culparte… porque el que se quedó amando fui yo.”
“¿Cuánto amor se necesita para morir despacio y seguir diciendo que estás bien?”
Nadie leía esas palabras. Nadie escuchaba su llanto silencioso.
Elena llegó pasada la medianoche. Olía a un perfume que no era suyo. Sonreía con la mirada vacía.
—¿Estás despierto todavía? —preguntó con indiferencia.
—Sí… solo estaba pensando —respondió él.
—Bueno, me voy a dormir.
Y se fue. Como quien apaga la luz de una habitación vacía.
Él se quedó en el sofá, mirando el reflejo de sí mismo en el televisor apagado.
Y por primera vez… sintió que empezaba a desaparecer.
Editado: 04.06.2025