Las rutinas se volvieron cadenas. Cada día era igual al anterior, pero pesaba más.
Él ya no sonreía. Solo existía. Comía menos. Dormía mal. Trabajaba sin ganas. Hablar con alguien era agotador. Fingir que todo estaba bien era un arte que comenzaba a desgastarse.
Elena seguía saliendo. Siempre con “amigas”. Siempre con la mirada distraída. Siempre con el teléfono en modo silencio.
Esa tarde, mientras ella se duchaba y su celular vibraba sobre la mesa, algo en él se quebró del todo. No fue curiosidad. Fue necesidad.
Necesitaba saber.
Necesitaba ponerle nombre a su dolor.
Tomó el celular. Temblaba.
La pantalla mostraba una notificación:
“Nuevo mensaje de: Martín ❤️”
El mundo se detuvo.
No hacía falta leerlo.
No hacía falta abrir nada.
El nombre… el emoji… todo hablaba más que mil confesiones.
Sintió que el corazón se le salía del pecho.
Que el suelo se abría.
Que el universo se reducía a esas palabras luminosas sobre la pantalla.
Martín.
Nunca lo había escuchado.
Nunca lo había mencionado.
No era un amigo. No era un primo. No era nada.
Y, sin embargo, ahora era todo lo que él no era.
Soltó el celular lentamente, como si le quemara los dedos.
Volvió a sentarse. Miró al vacío.
No lloró. No gritó. No rompió nada.
Solo respiró hondo.
Como quien intenta sobrevivir a un disparo que no sangra por fuera, pero lo atraviesa por dentro.
Cuando ella salió del baño, se secaba el cabello. Lo miró con indiferencia.
—¿Qué harás para cenar?
Él la miró. No con odio. No con rencor.
La miró como quien ve por última vez algo que ya no le pertenece.
—No tengo hambre —respondió.
Y subió al cuarto, con el corazón hecho trizas.
Esa noche, en su libreta, escribió solo una frase:
“Ahora tiene nombre el fantasma que dormía entre nosotros.”
Editado: 04.06.2025