La casa seguía llena de cosas, de objetos, de voces apagadas… pero él ya no estaba ahí.
Su cuerpo aún respiraba, caminaba, respondía cuando lo llamaban. Pero su alma se había encerrado en un rincón tan profundo que ni él mismo podía encontrarla.
Desde que leyó ese nombre —Martín—, todo se volvió más gris.
El café sabía a nada.
La música, que antes lo salvaba, ahora dolía.
El reflejo en el espejo ya no se parecía a él.
Durante el día, fingía normalidad. Le hablaba a Elena con frases cortas, con la voz apagada.
Ella parecía no notar la diferencia. O quizás la notaba… pero no le importaba.
Por dentro, cada noche era una batalla.
Caminaba por el departamento en la oscuridad, buscando aire.
Se recostaba en el suelo frío, porque la cama le parecía un cementerio de recuerdos.
Le hablaba al techo. Le hablaba a Dios. Le hablaba a sí mismo.
—¿Qué hice mal?
—¿Dónde fallé?
—¿Por qué no fui suficiente?
A veces escribía. Palabras sueltas. Versos rotos. Pensamientos que se escurrían como sangre invisible:
“Estoy aquí, pero no me siento real.”
“Es como si muriera un poco más cada vez que sonríe sin mí.”
“Me estoy vaciando y nadie lo nota.”
Esa noche, más que nunca, sintió que el amor lo estaba matando.
No el amor como palabra. Sino el amor que aún sentía por ella, pese a todo.
Ese amor ciego, enfermo, que lo hacía seguir esperando incluso sabiendo que ya había sido reemplazado.
Elena dormía tranquila.
Él la miraba desde la puerta, como un extraño que observa lo que nunca más podrá tocar.
No quería despertar.
No quería comer.
No quería hablar.
No quería sentir.
Pero aún así, no se rendía. Algo dentro de él seguía aferrado a lo imposible, a la fantasía de que ella giraría una noche, lo miraría con lágrimas en los ojos y diría:
“Perdón. Me equivoqué. No quiero perderte.”
Pero no lo hizo.
Y cada vez que no lo hacía…
Él moría un poco más.
Editado: 04.06.2025