El despertador sonó a las 6:30, como siempre.
Pero él no se levantó.
Se quedó en la cama con los ojos abiertos, fijos en el techo, como si esperara que el mundo dejara de girar.
No era cansancio.
Era vacío.
Ese día no fue al trabajo. No avisó. No encendió el celular.
Simplemente… no pudo.
Elena se preparó como siempre. Se maquilló frente al espejo, se peinó, eligió una blusa elegante. No preguntó si él estaba bien. Solo dijo:
—Nos vemos más tarde.
Él no respondió.
Ni siquiera la miró.
Solo escuchó el sonido de la puerta cerrándose. Como si sellara un ataúd.
Se quedó solo. Y el silencio de la casa lo abrazó como nunca antes.
Ese día no comió. No se bañó. No tocó su guitarra. No escribió.
Solo se sentó en el suelo, contra la pared, con los ojos vacíos.
Las horas pasaron como fantasmas.
Vio la luz del sol moverse por la ventana, sin sentirla.
Escuchó a los vecinos reír, sin envidia ni rabia.
Solo con un dolor mudo, como quien observa la vida desde detrás de un cristal roto.
Por la tarde, recibió un mensaje de su madre:
"Hijo, ¿estás bien? No has respondido desde hace días."
Lo leyó. No supo qué decir.
Simplemente apagó el celular otra vez.
Era la primera vez en su vida que no sentía el impulso de fingir que estaba bien.
Porque ya no tenía a quién fingirle.
Cayó la noche, y con ella, una tormenta.
Llovía fuerte. Los truenos sacudían los vidrios.
Y por primera vez en semanas, él lloró.
No como quien descarga una emoción contenida…
Lloró como quien se despide sin palabras.
Como quien se rinde.
Sus manos temblaban. Su pecho ardía.
Se abrazó a sí mismo, como un niño perdido.
Y susurró entre lágrimas:
—No puedo más. No puedo más. No puedo más…
La casa entera parecía llorar con él.
Los cuadros, los muebles, las fotos… todo parecía manchado por su pena.
Y entonces lo supo:
Estaba desapareciendo. Lentamente. Sin que nadie lo notara.
Editado: 04.06.2025