El lunes por la mañana, el teléfono sonó tres veces.
Mensajes. Llamadas perdidas.
Pero él no se movió.
Llevaba casi tres días sin salir de casa, sin afeitarse, sin hablar.
El espejo le devolvía una imagen borrosa.
Ojeras profundas. Piel pálida. Ojos huecos.
Era él… pero no era él.
A mediodía, la puerta sonó.
Una vez. Luego otra.
—Hermano, ¿estás ahí?
Era Marcos, su mejor amigo.
Había insistido en llamarlo durante días. La ausencia, el silencio, todo había comenzado a preocuparlo.
Él dudó. No quería hablar. No quería explicar. No quería fingir.
Pero el golpe en la puerta siguió.
—Por favor, solo dime que estás bien.
Abrió.
Marcos lo miró durante unos segundos. No dijo nada al principio.
—¿Qué… te pasó?
Él solo bajó la mirada. No sabía cómo responder a una pregunta tan simple… y tan devastadora.
—¿Quieres pasar? —murmuró al fin.
El apartamento estaba desordenado. Olía a encierro y a platos sin lavar.
Las luces estaban apagadas, aunque era pleno día.
El ambiente pesaba.
Marcos se sentó, incómodo. Sabía que algo andaba mal… pero no sabía hasta qué punto.
—¿Te peleaste con Elena?
—No.
—¿Entonces?
—Ya no me quiere.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque ya ama a otro.
La frase salió sin emoción, sin lágrimas. Como una sentencia ya asumida.
Marcos se quedó en silencio.
No preguntó nombres. No pidió detalles.
Solo lo miró, como se mira a alguien que está cayendo y tú no puedes detener.
—Hermano… esto no es vida.
—Lo sé —respondió él, mirando al suelo.
—¿Has comido? ¿Has salido? ¿Has hablado con tu madre?
Silencio.
—No puedes seguir así. Te estás matando poco a poco.
Él levantó la mirada. Sus ojos no tenían rabia, ni miedo.
Solo una calma rota.
—Es que… ya no tengo por qué seguir.
Esas palabras dejaron a Marcos sin aire. Quiso decir algo. Cualquier cosa. Pero nada salía.
Lo único que logró hacer fue acercarse y abrazarlo.
Un abrazo torpe, fuerte, desesperado.
—No digas eso… por favor.
Pero él no respondió. No lo devolvió.
Solo se quedó ahí, quieto.
Como una estatua de alguien que ya no está vivo por dentro.
Marcos se fue una hora después, prometiendo volver.
Él asintió. Pero no escuchó nada.
Cuando la puerta volvió a cerrarse, el silencio regresó como un animal hambriento.
Y en ese silencio, escribió una sola línea en su cuaderno:
“Ya ni siquiera el dolor me duele. Solo queda el eco de lo que fui.”
Editado: 04.06.2025