Te encontré para perderme.

Lo escribí para mi.

El cuaderno estaba casi lleno.
Páginas manchadas de tinta y lágrimas secas.
Frases escritas a medias. Pensamientos cortados por el peso del dolor.

Esa mañana, se sentó frente a la ventana y abrió una nueva hoja.
Esta vez, no escribió un verso suelto.
Ni una frase desgarrada.

Comenzó a escribir una carta.

No era para ella.
Ni para su madre.
Ni para su mejor amigo.

Era para él mismo.
Para esa versión rota que todavía intentaba respirar.

“Querido yo:

Perdón por no haberte escuchado antes.
Por obligarte a soportar todo con una sonrisa.
Por quedarte en un lugar donde ya no eras bienvenido.

Pensaste que amar lo suficiente iba a salvarte.
Pensaste que el amor podía reconstruir lo que el otro no quería sostener.

Pero el amor no es una soga.
Y tú te ahorcaste con él."

Cerró el cuaderno. No lloró. Ya no podía.

Elena llegó esa noche.
Lo saludó como si nada. Dejó su bolso sobre la silla. Se quitó los zapatos.

—¿Todo bien? —preguntó sin mirarlo.

—Sí —dijo él, con una voz que ya no tenía alma.

Ella se encerró en el cuarto. Él se quedó en el sofá.

En el cuaderno, escribió una última frase, como quien clava el clavo final en su propio ataúd:

“Estoy cansado de vivir con alguien que ya no me ve. Y más cansado aún de no verme yo.”

Al día siguiente, vendió su guitarra.
Tiró su ropa favorita a la basura.
Borró sus redes sociales.
Silenciosamente, comenzó a desaparecer.

A nadie le importó.

Y entonces supo que el fin no sería una explosión.
Sería un susurro.

Y ya estaba llegando.




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