La casa estaba en silencio.
Demasiado silencio.
Elena entró como siempre: distraída, con prisa, sin imaginar que todo había cambiado.
Dejó las llaves, se quitó el abrigo. Miró alrededor.
Todo estaba limpio. Ordenado.
Extrañamente... perfecto.
Fue entonces cuando lo notó:
Una vela en la mesa encendida y un sobre al lado de esta que decía:
“Para quien me haya querido”
Sintió una punzada en el pecho.
Lo abrió.
Y comenzó a leer.
Al principio no entendía.
Luego, cada palabra se clavaba como un cuchillo.
Cuando terminó la carta, temblaba.
El aire pesaba tanto que no podía respirar
-No...No- Susurro, mientras sus ojos buscaban frenéticamente por la casa.
Corrió al cuarto.
Lo llamo.
Grito su nombre y nadie respondió...
Salió al pasillo, bajo las escaleras, pregunto al portero. Nadie lo había visto salir esa mañana. Volvió a la casa, y fue cuando vio la luz encendida bajo la puerta del estudio.
Una habitación que él casi nunca usaba.
Se acercó. Tocó.
Nada.
Abrió.
El aire dentro era denso.
Pesado.
Y de inmediato… lo supo.
Él estaba allí, sentado en el suelo, recostado contra la pared.
Los ojos cerrados.
El rostro tranquilo.
Junto a él, un frasco de pastillas vacío.
Y una botella de vino a medio terminar.
No había sangre.
No había drama.
Solo… él.
Pálido. Frío. Quieto.
Elena gritó. Se arrodilló. Lo sacudió.
—¡Despierta! ¡Por favor! ¡Despierta!
Pero no respondió.
Su cuerpo ya no era suyo.
Era apenas el recuerdo de quien había sido.
Llamó a emergencias entre sollozos.
Las manos le temblaban tanto que apenas podía marcar.
Sabía que era inútil.
Pero la culpa no la dejaba detenerse.
Cuando llegaron, lo confirmaron sin decirlo:
Había muerto horas antes.
Sobredosis de antidepresivos.
Letal.
Silenciosa.
Planeada.
En su bolsillo, llevaba una nota más corta:
“No me dolió morir. Me dolió vivir sintiendo que nadie notaba que lo estaba haciendo en silencio.”
A la mañana siguiente, cuando pudo reunir fuerzas para volver a entrar a su habitación, Elena encontró una pequeña caja de madera sobre la cama.
Dentro, una foto de ambos sonriendo, un reloj detenido a las 3:17, y una carta con su nombre en la portada.
La abrió con manos temblorosas y empezó a leer.
Elena...
Aquí guardo lo poco que me queda de ti.
La foto donde aún sonreías de verdad.
Mi reloj, que se detuvo para mí el día que tú seguiste como si nada.
Y esta carta, que tal vez nunca leas… o tal vez leas cuando ya sea tarde.
Nunca te voy a odiar. No puedo.
Pero tampoco puedo seguir amando a quien no me veía.
Luché tanto por ti.
Te cuidé incluso cuando tú me soltabas.
Aguanté el frío de tu distancia, los silencios, las miradas perdidas en otro mundo que ya no me incluía.
Me partí en pedazos intentando no hacerte daño.
Pero olvidé que mientras me protegía de romperte a ti…
me rompía a mí.
Yo solo quería quedarme a tu lado.
No necesitaba promesas eternas.
Solo un “aquí estoy” de vez en cuando.
Pero incluso eso empezó a doler más de lo que valía.
Perdón por no haber sido suficiente para que te quedaras.
Perdón por quedarme tanto tiempo donde ya no me querían.
El reloj dejó de correr para mí.
Pero tú… tú sigues viva.
Haz que valga la pena.
Ama mejor. Cuida más.
Mira a los ojos de alguien, y si ves que están apagados… no te vayas.
Gracias por haber sido mi hogar, aunque solo lo fueras por un rato.
Te amé como nadie, y aún así me fui sintiendo que nunca fue suficiente.
Adiós, Elena.
– El hombre que te esperó hasta romperse.
Elena no volvió a entrar al estudio.
Ni esa noche, ni después.
Durante semanas, no habló.
No lloró en público.
Solo iba a su tumba cada domingo y dejaba la misma flor.
Una sola.
Como la que él había dejado aquel día en la banca donde se conocieron.
Editado: 04.06.2025