Te enseñaré a amar

Capítulo I

LONDRES

30 de Noviembre de 1821

 

"Amor y deseo. Dos palabras de gran magnitud que se confunden a menudo. Mis dos definiciones son:

Amor: Sentimiento que significa cariño entre dos.

Deseo: Pasión. Anhelo de saciar el gusto. Reconcomio que puede ser pasajero. Así como tú, lo tuviste conmigo"

Sebastián Rushmore

 

Prácticamente acaba de bajarse del carruaje que lo traía de Gretna Green cuando ya tenía una misiva de parte de sus dos amigos para que se encontrarán en Boodle's en St. James.

 

Se tomó un coñac y salió a la invitación. Tenía casi seis meses que no paraba en Londres y había ocurrido una caterva de cosas.

 

La esposa de su mejor amigo había desaparecido y era su hermana. Loco. Pero ya se había acostumbrado a la idea. No la había visto luego de enterarse de la noticia pero ya le tenía mucho aprecio. Pronto iría a visitarla.

 

Anunció su entrada al mayordomo del club que le indicó en donde se encontraban sus amigos.

 

Los vio conversando emocionados y ya se imaginaba de lo que estaban hablando. De sus esposas. Ambos vivían la vida de casados de una manera envidiable. Era el típico cuento de hadas. Puaj. Él estaba mejor soltero, con cualquier mujer que escogiera, a la hora y momento que deseara. No le debía nada ni a nadie. Y vivía sus días como si fuera el último.

 

—Buenas tardes retoños. —los saludó sentándose en la mesa. —Me sorprende verlos aquí, luego de que sus mujeres cortaron sus tarjetas de hombre. —Tanto el Marqués de Abeforth y el conde de Rowling, lo fulminaron con la mirada.

 

—Deja de hablar de estupideces. – contestó Ethan, Conde de Rowling. —Además que sabes tú, si algún día te conviertes en uno como nosotros.

 

Sebastián negó. —No. No lo creo. Soy un hombre independiente. Un alma libre.

 

—Eso mismo decía yo. –siguió el conde. —Pero en realidad ninguno es libre. Al final todos caemos.

 

Rio. —Me dan tanta risa. —ambos amigos lo veían como si estuvieran decidiendo cual sería la forma más rápida de muerte. ¿Veneno o un disparo?

 

—Creo que ya estas grandecito para andar viviendo todavía cómo un libertino. —le dijo su hermano. El marqués de Abeforth.

 

—No. A diferencia de ustedes. Yo no tengo que mantener la dinastía. Y traer un heredero que luego concebirá a otro y este traerá a otro para preservar un título. Me siento tan feliz de estar así. —se encogió de hombros. —Además yo no me veo vomitando corazones como ustedes dos. Mi vida de soltero es la mejor.

 

—Este artículo dice lo contrario. —Dijo Alejandro. Señalaron un papel y comenzó a leer.

 

Leía estupefacto lo que se encontraba allí. No puede ser. No Señor.

 

¿Caer en la trampa del párroco?

 

Jamás.

 

No era uno de esos cínicos que no creía en el amor. Sabía que existía. Pero ese sentimiento de amor y reciprocidad no estaba hecho para él. La mirada que le daba su cuñada a su hermano. O el brillo en los ojos de su amigo cuando hablaba de su esposa. Ninguna de esas cosas se hizo para su persona. Hubo un tiempo en donde creyó en esas sandeces, pero fue hace mucho y toda su vida la rigió basándose en metas e inversiones tangibles y cuantificables.

 

Soltó una carcajada. — ¿Ustedes creen esto? —dijo con sorna. —Se han convertido en los peores cotillas de Londres. Seguro que rivalizan con sus esposas. —Seguía con su monólogo. —Lo sabía. No queda nada de sus tarjetas de hombre. Agradezco a la vida ser el último que se pudo salvar. —picó para hacerlos enojar.

 

Las ganas de ahorcarlo de sus dos compañeros no disminuían.



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En el texto hay: poesia, amor

Editado: 25.05.2018

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