Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 3-CAROLINA

Pasaron los días y, aunque intentaba enfocarme en otras cosas, no podía quitarme de la
cabeza aquel encuentro con Simón y su madre. Daba vueltas una y otra vez a lo que había
visto en sus rostros: el cansancio en el de él, la tristeza apenas disimulada en el de ella.
Trataba de convencerme de que no importaba, de que era natural. La gente cambia, sigue
su camino, se transforma. No somos los mismos que fuimos en la infancia, ni siquiera hace
unos pocos años. Todos evolucionamos hacia versiones más adultas —más torpes a veces,
más distantes, pero también más conscientes de nuestras heridas.
Yo, por ejemplo, he dado tantas vueltas que ahora me resulta hasta extraño haber llegado a
algún sitio. No siempre fue así. En mi último año de instituto, me sentía perdida.
Absolutamente a la deriva. Veía a todos avanzar, tomar decisiones, imaginarse futuros. Y
yo... yo solo acumulaba fracasos. Nada parecía encajar conmigo. Sentía que por más que
estudiara, por más que lo intentara, siempre me quedaba corta. No terminé ese último curso
de bachillerato. Me rendí. Volví a intentarlo al año siguiente con más expectativas, con más
ganas... y fracasé otra vez. Aquella etapa me sumió en una sensación de inutilidad que
parecía no tener salida. Me sentía un peso para mí misma, una decepción con patas. Y con
el tiempo, esa frustración se transformó en algo más oscuro: tristeza. Apatía. Desgaste.
Sin embargo, como suele pasar cuando menos lo esperas, algo hizo clic. No fue de golpe,
ni mágico. Pero poco a poco empecé a encontrar mi lugar. Me formé como técnico de
ambulancia y también como técnico en documentación sanitaria. Ese campo, que siempre
había estado ahí sin que yo lo viera, empezó a darme sentido. Me sentí útil. Capaz.
Comenzaron a llegar pequeños logros y, con ellos, la versión de mí que siempre había
querido ser empezó a tomar forma.
Uno de esos logros —aunque suene trivial para algunos— ha sido reformar este piso, este
lugar lleno de memorias difusas y olores del pasado. La casa todavía huele a pintura fresca,
y estoy convencida de que el suelo tiene alguna que otra imperfección, pero a pesar de
todo, empieza a parecerse a un hogar. Un espacio nuevo sobre unos cimientos antiguos,
como yo.
He tenido suerte. Laura y Abel, los únicos dos amigos del colegio con los que todavía
mantengo el contacto, han estado ayudándome estos días. Han venido con ropa vieja,
brochas en mano y palabras de ánimo, riéndose conmigo cuando nos manchábamos de
imprimación o cuando el rodillo se nos caía por tercera vez. También ha estado mi hermano
Javi, siempre dispuesto. Él fue quien me encontró una tienda de muebles económica en un
polígono industrial no muy lejos de aquí. Incluso prometió alquilar una furgoneta para
traerlos y ayudarme a mover todo, como si fuera parte de una mudanza épica digna de
película familiar.

Y así, entre pintura, risas, y listas de tareas interminables, he ido reconstruyendo algo más
que una casa. Estoy rodeada de gente que me quiere, de vínculos que he conservado como
tesoros. Poco a poco, las piezas de mi vida van encajando. No es perfecto. Nunca lo es.
Pero por primera vez en mucho tiempo, siento que tengo dirección. Que estoy avanzando.
Y sin embargo, a pesar de todo esto, la imagen de Simón sigue volviendo a mi mente como
una sombra que no termina de disiparse. Y no sé por qué, pero tengo el presentimiento de
que no lo he visto por última vez.

Abel estaba en pleno proceso de despegar con cuidado la cinta de carrocero de los marcos
de las puertas. La había colocado días atrás con la precisión de un cirujano para que la
pintura no tocara ni un milímetro de más. Laura, mientras tanto, se afanaba en encajar las
puertas de los armarios de la cocina, ajustando bisagras y tornillos con una concentración
casi ceremoniosa.
—¿Y la encimera? —preguntó sin apartar la vista de lo que hacía—. ¿Has decidido algo ya?
—Sí, la tengo encargada —respondí mientras recogía algunos restos de plástico del
suelo—. Mañana vienen a instalarla. Negra, mate.
—Pues va a quedar brutal con los muebles en roble —dijo Abel desde el pasillo, levantando
la voz para que se le oyera bien.
Asentí, intentando que no se me notara el orgullo que me inflaba el pecho. El dinero que
había invertido en esta casa era el fruto de años de trabajo y renuncias. Pero sabía que iba
a merecer la pena. Me emocionaba solo de imaginar la cara de mis padres cuando vieran el
piso donde nos habíamos criado, ahora transformado, casi irreconocible pero lleno de alma.
Me quedé callada un momento, con las palabras tambaleando en la punta de la lengua. No
sabía si decirlo. No estaba segura de si quería abrir esa puerta, pero la necesidad de
compartirlo me ganó la partida.
—Chicos... —comencé, sin poder evitar que la voz me saliera algo más baja—. El otro día,
cerca de la plaza, vi a Simón.
El ambiente cambió como si alguien hubiera bajado de golpe la temperatura de la
habitación. Laura dejó de atornillar, pero no me miró. Al contrario, clavó los ojos en el techo,
fingiendo que no me había oído. Abel soltó un suspiro tan pesado que me hizo tragar saliva.
Hasta la música, que sonaba de fondo desde el móvil de Laura, pareció apagarse en ese
instante, aunque probablemente solo era mi mente exagerando el silencio incómodo.
Abel rompió el mutismo con un tono grave.
—Dicen que está metido en cosas raras. Cosas feas. Ya no es el Simón que conocías.
Pensé que después de que te mudaras no habías vuelto a hablar con él.
—Y no lo hice —me apresuré a decir, cortando el intento de comentario que Laura ya tenía
en la boca—. Pero... no sé. Fue verle y sentir como si no hubiera pasado el tiempo. Como si




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