Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 4 -SIMÓN

No tengo muy claro lo que ha pasado esta noche. No puedo parar de vomitar y todo me da
vueltas.
Veo a mi novia, Natalia, besarme mientras deja una pastilla en mi boca. Veo a Hugo darme
otra más tarde... ¿o fue antes? No lo tengo claro. Ni siquiera sé qué es lo que me han dado,
pero estoy alucinando. Veo a mi madre llorar, vuelvo a ver a Hugo con más pastillas, oigo la
música de fondo. Me veo a mí mismo con mi hermano, de niños. Vuelvo a vomitar. La veo a
ella, de pequeña, con dos trenzas y sus gafas de Hello Kitty. Era encantadora. La echo de
menos.
Intento levantarme del suelo y camino fuera de la zona VIP, donde están mis amigos. Hugo
me ve. Su cara me dice que se está planteando seguirme, pero no lo hace. O quizás solo lo
he imaginado.
Sigo caminando y sigo viendo cosas. Veo a mi perro, el que murió hace unos años. Veo los
gatos que siempre rondan cerca de casa de mis padres. Veo la cara de decepción de mi
padre. Y entonces la veo a ella. Lleva una falda de cuero y unas botas altas. Pero eso no es
una alucinación.
Cierro los ojos y respiro suavemente, esperando que desaparezca. Pero cuando los abro,
sigue ahí. Es como un faro iluminando el camino. Está hablando con un chico, y no puedo
evitar sentir celos. No debería. Ella no es nadie. Nunca fue más que mi mejor amiga de la
infancia.
Pero echo de menos tener una amiga. Echo de menos tenerla a ella.
Parece que se da cuenta de que la estoy mirando. Levanta la vista, y su sonrisa
desaparece. Le dice algo al chico con el que está, pero no puedo oírlo. Quiero volver a
vomitar. Cierro los ojos otra vez, intentando controlar el estómago. Y entonces, siento una
mano en mi antebrazo. Es real. Es lo primero que realmente siento en toda la noche.
Carolina me arrastra fuera del local con bastante dificultad. No es por la gente, sino porque
apenas puedo mantenerme en pie. Me muero de vergüenza. Me doy cuenta de que hace
tiempo que tampoco sentía eso: vergüenza.
No estoy seguro de que me guste volver a sentir. Pero el frío de la noche cierra mi
estómago y las arcadas cesan.
—Dios mío, Simón —susurra ella con lágrimas en los ojos. Y me siento mal. Porque aunque
hace años que no nos vemos, sigo volviéndome loco al verla. Y no quiero ser el culpable de
su tristeza.

Pasa su mano por mi espalda, bajando hasta mi brazo. Su toque es cálido, reconfortante.
Pero también me hace sentir egoísta y culpable. Así que la aparto.
—Vete —mi voz sale ronca, apenas parece mía—. Déjame.
Ella tiembla, pero no se mueve.
—Ven conmigo y me voy —súplica.
—No me conoces, Carolina —digo secamente. Quiero que se vaya. No quiero que me vea
así—. Soy diferente a lo que tú recuerdas.
—No —niega ella con firmeza—. Sigues siendo ese chico que jugaba conmigo al ajedrez.
Solo que se te ha olvidado cómo hacer jaque mate.
Cada palabra suya me duele más. Adoraba esas partidas. Ella era malísima, pero nos
reíamos mucho. Sobre todo porque pasábamos tiempo juntos.
—Carol... —susurro, pero no puedo terminar la frase. Todo empieza a girar de nuevo.
—Déjame ayudarte, por favor —su voz suena lejana. Sé que voy a desmayarme. Soy muy
consciente de ello. Pero no quiero que sea ella quien lo vea.
—¿Eres masoquista? —intento gritar, pero apenas me sale la voz—. Eres una niña
repelente con la que jugaba en el colegio. Fin. No eres mi amiga. Ya no.
Veo su mandíbula tensarse. Sus ojos se llenan de lágrimas. Pero no se va. Y yo sigo
gritándole lo poco que significa para mí, con la esperanza de que se aleje.
Pero no lo hace.
Y cuando todo se vuelve negro, lo último que siento son sus brazos rodeándome.

________

Los rayos de sol me dieron en la cara. Seguramente mi madre habría subido las persianas
para que me levantara. Pero hay un olor extraño... ¿por qué mi habitación huele a pintura?
Abrí los ojos de golpe. Estaba en un colchón en el suelo, cubierto con una manta gordita. Al
final de esa cama improvisada, una gran mancha marrón roncaba pesadamente. No tenía
claro si era el perro de alguien... o un jabalí. No sabía dónde estaba. Esta no era la casa de
Natalia, ni la de Hugo. Y entonces empezaron a venir los recuerdos de anoche: la música,
las pastillas, el beso de Nat, Hugo mirándome, y Car... aguantando mis mierdas.
Me incorporé de golpe, despertando al perro, que no dudó ni un segundo en venir a
lamerme la cara.
—Se llama Mor —dijo una voz desde la puerta de la habitación—. Es una perezosa y le
encanta la gente.

Acaricié a Mor porque era incapaz de levantar la vista hacia la dueña de la voz.
—Lo siento —susurré finalmente hacia Carolina.
—Lo sé —suspiró ella—. Sé que no piensas todo lo que dijiste anoche. Te conozco, por
mucho que lo niegues. Una persona no puede cambiar tanto.
Sentía la tristeza en su voz, y eso me hizo sentir peor.
—No me acuerdo de la gran mayoría de lo que dije anoche, pero lo que sí recuerdo es que
no quería que me vieras así —decidí ser sincero. Sabía que ella nunca me juzgaría.
Carolina es la típica amiga a la que puedes llamar si cometes un asesinato y se presenta en
la puerta de tu casa con una pala, sin hacer preguntas.
—Si no quieres que te vea así, igual es buena idea no ponerte así —me reprocha. Y por fin
me atrevo a mirarla. Lleva unos pantalones cortos y una sudadera. Su pelo está recogido en
un moño alto. Me mira también, y puedo ver cómo intenta leerme.
—¿Qué tomaste anoche?
Decido ser sincero otra vez.
—No lo sé.
—¿Y normalmente qué tomas? —insiste.
—No lo sé.
—Venga, Simón, no me mientas. Nunca nos hemos mentido antes —se lleva las manos a
las caderas, y por un momento me recuerda a su versión niña, cuando se enfadaba porque
no quería jugar con ella.
—Alguna vez fumo... ya sabes qué. Pero lo demás... no lo sé —suspiro pesadamente—.
Me lo suelen dar mis amigos. No sé qué es. No te miento.
Me llevo las manos a la cabeza. Duele mucho. Lo de anoche fue demasiado, incluso para
mí. Estoy pensando en cómo huir de ahí cuando noto que el colchón se hunde a mi lado.
Carolina me está mirando, con una pastilla en la mano y un vaso de agua en la otra.
—Es paracetamol. Imagino que tendrás algo parecido a una resaca bestial —se ríe cuando
me lanzo a por la pastilla como si fuera un salvavidas—. Lávate un poco, anda, que nos
vamos de paseo. Y luego te dejo en casa.
Frunzo el ceño. No quiero paseos.
Sin embargo, acabo de copiloto en su coche, con su amiga peluda roncando en el asiento
de atrás.




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