Era muy consciente de que Simón no quería venir conmigo. Iba sentado en el asiento del
copiloto, mirando por la ventanilla con la mirada perdida. Sabía que estaba mal, pero no tan
mal como lo vi anoche. Ahora entendía el sufrimiento de su madre, y yo no podía evitar
intentar ayudarle. Sentía que se lo debía, por todo lo que habíamos pasado.
El día que Simón me dijo que quería ser algo más que amigos, supe que no lo decía en
serio. Era muy evidente que era una broma entre él y su amigo Pablo. Pero cuando le dije
que no, algo se rompió entre nosotros. Fui cruel. Estaba dolida por la broma, porque Simón
era mi mejor amigo y me hería que se burlara de mí así. Sabía que la había cagado con mi
reacción, y también que él me odiaba por eso. Quizás por eso lo arrastré anoche hasta mi
casa. Quizás por eso hoy intento sacarlo de ese bucle de autodestrucción. Quiero
demostrarme —y demostrarle— que aún puedo ser una buena amiga, a pesar del tiempo y
la distancia. Quiero compensar la crueldad que tuve cuando era una cría.
En realidad, me dolió tanto porque yo sí tenía sentimientos por él. Y estaba segura de que
él se dio cuenta... y se rió de ello.
Apreté el volante con más fuerza y apagué la radio. La música me estaba dando dolor de
cabeza. O quizás era la situación.
Simón no se movió ni dijo nada en los diez minutos de trayecto hasta la playa. Pero cuando
llegamos, se bajó del coche sin decir una palabra y caminó hacia la arena.
A pesar de que el clima era perfecto —una brisa suave, el sol escondido apenas detrás de
algunas nubes altas, el calor justo para quitarse la chaqueta pero no tanto como para
sudar—, no había mucha gente en la playa. Tal vez era por el día: martes, mitad de
semana, ese momento en que la mayoría está atrapada entre el trabajo y las obligaciones
rutinarias. Fuera lo que fuera, yo lo agradecí en silencio. Me alegraba que estuviera todo
tranquilo, casi desierto. Me alegraba estar sola con Simón.
En cuanto pisamos la arena, solté la correa de Mor sin pensarlo dos veces. Como si ya se
supiera la ruta de memoria, corrió directamente hacia el mar, sus patas levantando
pequeños montículos de arena húmeda a cada zancada. Apenas tocó el agua, empezó a
chapotear feliz, lanzándose contra el escaso oleaje con la torpeza graciosa que la
caracterizaba.
Me dejé caer en la arena, dejándome envolver por ese momento suspendido en el tiempo, y
Simón, en silencio, se sentó a mi lado. No hizo falta decir nada durante unos segundos.
Solo mirar.
—Es igual que una nutria —comenté sin apartar la vista de Mor, que ahora se lanzaba
sobre una ola diminuta con una energía inagotable—. O una trucha, no lo tengo claro... Algo
anfibio, pero con actitud.
Simón rió, una risa de verdad, ligera, casi contagiosa. Me sorprendió oírla. Ayer apenas
había sonreído. Hoy, parecía más él, más el Simón que yo recordaba. Menos apagado.
—A mí me parece más un jabalí —dijo, entre risas, y esa comparación absurda me hizo
sonreír también—. ¿Por qué "Mor"?
—Es de “Mordisquitos” —aclaré, sabiendo que lo diría con cierta vergüenza, y no me
equivoqué: su cara fue un poema de burla contenida—. Me la encontré una noche,
husmeando entre la basura. Estaba mordiendo una caja de cartón como si fuera lo más
sabroso del mundo. El nombre fue lo más fácil de decidir.
—¿La abandonaron?
Asentí con un nudo en la garganta que ya no me dolía tanto como antes.
—La basura de alguien resultó ser un tesoro para mí —dije con suavidad.
Simón me miró de lado, con esa media sonrisa que conocía bien.
—Siempre has tenido una debilidad por las causas perdidas —comentó con tono casi
melancólico—. Me acuerdo de aquella vez que llenaste el cajón de las cucharas de tu
madre con lagartijas... Decías que fuera hacía frío y que estaban tristes.
Solté una carcajada, sorprendida de que él también se acordara de eso. Debía tener unos
cuatro años, y mi madre estuvo a punto de desmayarse al encontrar el cajón vivo.
Literalmente.
—Y luego vino “Crema de avellanas”, ¿te acuerdas? —pregunté, evocando el conejo beige
y torpe que me acompañó buena parte de mi infancia.
—Cómo olvidarlo —respondió, con una sonrisa amplia, sincera. Fue un destello, un
momento en que volví a ver al Simón de antes, el que me hacía reír hasta dolerme el
estómago—. Nunca fuiste buena para poner nombres. ¿No tuviste un grillo que se llamaba
Larry?
Reí de nuevo, esta vez casi a carcajadas. No me acordaba de Larry, pero ahora que lo
decía, sí que sonaba a algo que yo haría.
—Abel está convencido de que “Mordisquitos” no se llama así en realidad —le conté
mientras trataba de controlar la risa—. Cree que le estoy escondiendo su nombre verdadero
por vergüenza.
—¿Sigues hablando con Abel? —preguntó, con un tono que no supe descifrar del todo.
—Es mi amigo —respondí sin pensar mucho, pero al instante me di cuenta de que había
metido la pata. Simón también era mi amigo. O lo había sido. Y yo no había hecho nada por
mantenerlo cerca.
—Yo también lo era —dijo, y su sonrisa desapareció tan rápido como había llegado. Sentí
un peso caerme en el pecho.
—Simón... —suspiré, buscando palabras que no sonaran como excusas vacías—. Lo sé.
Las cosas se complicaron entre nosotros. Nos fuimos distanciando sin darnos cuenta, y
cuando me quise dar cuenta, ya era tarde. Me mudé y todo cambió. Estaba tan enfadada
por eso, por mil cosas más... era una cría, y no supe cómo manejarlo. Solo seguí hablando
con Laura y Abel, pero siendo sincera, fueron ellos los que insistieron al principio. Yo...
simplemente me cerré.
Él bajó la mirada y asintió muy lentamente.
—Ya... Supongo que fue culpa de los dos que nuestra amistad no funcionara —murmuró, y
sentí una punzada de alivio al ver que no mencionaba aquella conversación. Esa última vez.
La que lo cambió todo sin que yo supiera cómo remediarlo.
—Tienes razón —dije con honestidad—. Pero ahora estoy aquí. He vuelto. Y si tú quieres,
podríamos intentar recuperar al menos una parte de lo que teníamos.
Simón no respondió de inmediato. Miró al mar, a Mor saltando, a las gaviotas lejanas.
Luego me miró a mí, con una mezcla de duda y emoción contenida.
—Carolina... no es una buena idea —dijo, aunque sus ojos parecían contradecir sus
palabras. Vi esa lucha interna, esa puerta entreabierta que aún no se atrevía a abrir del
todo. Y esa chispa me dio fuerzas para no rendirme.
Le di un golpecito suave en el brazo con el dedo índice y puse mi mejor cara de pucheros,
exagerada como siempre.
—¿Ya no quieres ser mi amigo?
Vi cómo se le escapaba una medio sonrisa, una de esas que intenta esconder pero que se
le escapa por la comisura de los labios. Me puse de pie, sacudiéndome la arena de los
pantalones, y me giré para mirarlo directo a los ojos.
—Soy una gran amiga —dije con convicción, casi en tono de discurso, mientras levantaba
un dedo tras otro—. Soy divertida, cocino una pizza que podría considerarse patrimonio
culinario, me encanta salir a la calle pero también disfruto de quedarme en casa, no me
gusta discutir, puedes contarme cualquier cosa y jamás te voy a juzgar. Sé hacer trenzas,
pintar paredes casi como una profesional y...
Simón no me dejó terminar. Soltó una carcajada sincera, breve pero llena de ternura.
—Eres absurda. Lloras con las pelis de miedo, te comes los bordes de la pizza, y no pienso
dejar que me hagas trencitas —dijo aún riendo.