Estaba enfadado.
No con ella, o quizá sí, pero también conmigo. Me había dejado llevar, otra vez. Carolina
tenía ese don —o esa maldición— de hacer que terminara haciendo lo que quería, incluso
cuando estaba convencido de que no lo haría. Lo peor era que ni siquiera lo hacía a
propósito; simplemente tenía esa forma suya de convencerme, de hacer que todo pareciera
inevitable. Lo que más me molestaba era que, en el fondo, una parte de mí también lo
quería.
Había algo en ella que me entendía de una manera que los demás nunca lograron. Y eso,
por más años que pasaran, no cambiaba.
Siempre fui un niño reservado, tímido hasta la médula. Hacer amigos me resultaba un
suplicio, y los lugares con mucha gente me provocaban una ansiedad sorda que me dejaba
paralizado. En las fiestas del colegio solía buscar excusas para desaparecer, y cuando
tocaba leer en voz alta, el pánico me dejaba sin voz. Pero ahí estaba Carolina. Siempre
estaba. Siempre salía voluntaria para leer antes que yo, o sugería cambiar de actividad
justo cuando veía el miedo en mi cara. En las fiestas, me arrastraba a una esquina
tranquila, donde los gritos no dolían tanto. Ella parecía tener un radar para mi incomodidad.
Lo curioso era que, en teoría, éramos polos opuestos. Carolina era extrovertida, sociable,
un torbellino de energía. No es que buscara destacar, pero era imposible no notarla. Tenía
esa luz natural, ese algo que hacía que hasta la gente más arisca quisiera hablarle. Donde
yo ponía barreras, ella abría puertas. Siempre me pregunté cómo alguien así podía fijarse
en alguien como yo.
Pero claro, el problema no era ella. Carolina seguía siendo la misma de siempre, con su risa
contagiosa, su forma de hablar como si siempre estuviera improvisando, su capacidad de
meterse en tu vida como quien entra a su casa sin llamar. El que había cambiado era yo.
Por eso me enfadaba. Porque ya no era el Simón de doce años, y aún así me había dejado
arrastrar, otra vez, por esa misma fuerza que tenía de niña. Solo que ahora dolía más.
Había pensado en ella durante estos años, más veces de las que quería admitir. Pero
siempre lograba expulsarla de mi cabeza. Hasta ahora. Ahora que estaba aquí, en carne y
hueso, con su sonrisa de siempre y esos ojos grises que me hacían sentir vulnerable. Me
gustaba. Me di cuenta nada más verla en la calle el otro día. Y eso era un problema, porque
yo tenía novia.
Natalia.
Alta, guapa, caótica y magnética. Me atrajo desde el primer momento. Era todo lo contrario
a Carolina: segura, provocadora, el tipo de persona que no pasa desapercibida. Nunca se le
caía la voz ni dudaba de sí misma. Estaba en otra liga. Y sin embargo, ahora me
encontraba comparándola con una chica bajita, con gafas enormes y pecas salpicándole la
cara. Siempre se metieron con Carolina por su físico —por sus gafas, su pelo, su ropa—
pero a mí siempre me pareció guapísima. Solo que ahora, con su versión adulta, me
descolocaba del todo. Me miraba con esos ojos suyos y se me desmontaban todas las
defensas.
Anoche, después de que me dejara en casa, mi madre vino a hablar conmigo. Me dijo que
le alegraba que Carolina y yo volviéramos a ser amigos. No tuve valor para decirle que no
era exactamente una amistad renovada, que era más bien una cuerda lanzada a la
desesperada. Una que yo no sabía si estaba preparado para sostener. Estaba seguro de
que Carolina se cansaría pronto. No soy buen amigo. Nunca lo fui, ni siquiera para ella.
Aun así, esa mañana tomé el autobús.
Me bajé frente a los viejos bloques de vivienda donde ella vivía. Hacía años que no pisaba
esa zona y me sorprendió lo desgastada que estaba la fachada. Todo me parecía más
pequeño, más apagado. El jardín de entrada estaba medio seco, la pintura de las puertas
desconchada. Caminé con cierta nostalgia y un poco de ansiedad. Dudaba si llamar o dar
media vuelta.
Pero no me dio tiempo.
Carolina salió por la puerta justo en ese momento. Llevaba el pelo suelto, algo ondulado, las
gafas sujetas en la cabeza, leggins negros y una camiseta ancha que le llegaba a medio
muslo. Cuando me vio, su cara se iluminó. Y ahí, justo en ese momento, me sentí una
mierda por haber dudado.
—¡Pasa, pasa! —me empujó suavemente hacia la entrada—. Si no venías, ya iba a ir yo a
buscarte.
Mor vino directa a saludarme, moviendo la cola como si hubieran pasado años. Me agaché
para acariciarla, mientras Carolina cerraba la puerta a nuestras espaldas. La casa no se
parecía en nada a como la recordaba. Las paredes ahora tenían tonos neutros, algunos con
papel pintado. El suelo era de madera clara, y aunque casi no había muebles, se sentía
cálido. Había algo suyo en cada rincón.
—¿Qué te parece? —preguntó detrás de mí—. Aún falta mucho, pero ya va cogiendo forma.
Anoche vino Abel a ayudarme con el papel, y Javi va a ayudarme a traer muebles.
Me incomodó escuchar el nombre de su hermano. No lo había recordado hasta ahora, pero
de niño me moría de celos. Ella decía que era un muermo. Yo decía que era mejor que mi
hermano.
—¿Y Javi? —pregunté, intentando sonar casual.
—Ahora es poli, así que ni se te ocurra hablarle de tus vicios —soltó, burlona.
Anotado.
Eso era lo bueno de Carolina: no se andaba con rodeos. Desde nuestra conversación en la
playa, había tomado una decisión. Ella no volvería a verme fumando. No quería ver esa
expresión de decepción otra vez.
—Vamos, vago. Ayúdame con la cama, que me duele el culo de dormir en el suelo —
anunció mientras se adentraba por el pasillo.
La seguí. Mientras discutíamos sobre instrucciones mal escritas y piezas que no encajaban,
algo me golpeó: estaba en la misma habitación donde me había despertado el otro día.
—¿Dónde duermes tú? —pregunté, extrañado.
—Aquí. ¿Dónde si no?
—¿Y anoche?
—Aquí también.
La pregunta salió sola, aunque sabía que podía arrepentirme—. ¿Conmigo?
—Sí —respondió sin más. Como si no fuera nada importante.
Y quizás para ella no lo era. Pero para mí sí.
—Te insulté esa noche —dije, bajando la mirada. Me sentía sucio solo de recordarlo.
—No me lo creí —respondió ella, con una sonrisa triste—. Además, luego me dijiste que era
maravillosa y guapa.
Me reí, aunque sabía que lo decía para quitarle hierro. Pero entonces la miré.
—Es la verdad. Eres preciosa.
Carolina se rió como si fuera una broma más, pero yo lo dije totalmente en serio.
Pasamos al salón. Más muebles, más risas. Se me olvidó fumar. Se me olvidó todo. Las
horas pasaron y solo cuando el móvil vibró volví al mundo real. Tenía mensajes de mi
madre, preocupada, aunque el último decía que había hablado con Carolina. No supe en
qué momento había sido.
Pero entonces vi otro mensaje.
Hugo: Nos vemos a las 10 donde siempre.
Mi burbuja se rompió. No contesté de inmediato. No quería volver a ese lugar. Pero me
enfadé. Me enfadé con Carolina por arrastrarme aquí. Me enfadé conmigo por dejarme
llevar. Me enfadé por sentir cosas que no debía sentir.
Y entonces, respondí.