La puesta de sol había sido sencillamente mágica. El cielo se había teñido de naranjas y
rosados como una acuarela viva, y la silueta de Mor, correteando feliz por la orilla, parecía
sacada de un sueño. Le hice decenas de fotos, especialmente a ella, con el mar de fondo y
la arena dorada acariciando sus patas. Pero el sol ya se había marchado, cediendo el
protagonismo a un cielo que empezaba a oscurecerse y a un aire cada vez más frío. Me
puse la sudadera y, casi sin pensarlo, subí una de las fotos a mis redes sociales.
Entonces, como arrastrada por un impulso que no había sentido antes, empecé a buscarle.
Nunca lo había hecho antes, nunca había sentido esa necesidad tan punzante... pero esta
vez fue diferente. Sabía que Simón no actuaba con maldad; yo también había empujado a
todo el mundo lejos de mí cuando estuve mal. Pero en mi caso, mis amigos y mi familia se
mantuvieron cerca, lucharon conmigo para sacarme de la oscuridad. Por eso no quería
rendirme con él. Aun sabiendo que hoy había perdido, que no iba a aparecer por aquí,
todavía guardaba un resquicio de esperanza.
Encontré su perfil enseguida; teníamos varios amigos en común. Era público, así que
empecé a curiosear sus publicaciones. La más reciente era de apenas una hora atrás: una
foto en una discoteca, rodeado de amigos, riendo como si nada pesara en su alma. Seguí
bajando. Más fotos similares, noches de fiesta, risas... y ella. Su novia. Me sobresaltó
descubrirlo. No sé por qué, pero nunca me imaginé que pudiera estar con alguien. Y sí, me
dolió. No solo por celos —aunque hubo algo de eso—, sino por la comparación inevitable: a
ella no la alejaba como a mí, a ella la escuchaba, se apoyaba en ella. Aunque, por lo que
transmitían sus imágenes, algo en esa relación no me encajaba... parecía que ella también
arrastraba tormentas, que más que apagar el incendio de Simón, lo avivaba.
Sentí un nudo en la garganta. Me invadió una sensación amarga de rechazo, de inutilidad.
Por más que intentaba ayudarle, él no quería dejarse ayudar. Pero tenía que dejar de cargar
con ese complejo de salvadora; si seguía así, acabaría rompiéndome. Me dolía verlo
hundirse, sí, pero no podía hacerlo por él.
Les había contado a mis amigos que Simón me ayudó con el piso, y la reacción no se hizo
esperar. Laura, furiosa, me llamó estúpida y acto seguido me abrazó con fuerza,
exigiéndome que prometiera tener cuidado. Abel, más parco pero igual de claro, negó con la
cabeza mientras murmuraba que era como si estuviéramos de nuevo en el instituto. Eran
maravillosos. Siempre habían estado ahí, incluso cuando yo no quería que lo estuvieran. Y
por eso no quería rendirme con Simón. Pero tras el portazo emocional de hoy, me sentía
rota, incapaz de seguir insistiendo.
La luna ya dominaba el cielo, brillante y distante. Mor corría feliz por la arena, con su collar
luminoso parpadeando como una pequeña estrella errante. El frío empezaba a calar, pero
no estaba lista para irme. Me senté en la toalla y escondí la cabeza entre los brazos,
tratando de pensar en cómo podría hacer que Simón se dejara ayudar. Su madre me había
escrito después de que me marchara de su casa. Me pedía, casi suplicante, que no me
rindiera con él. Pero yo no podía hacer nada si él no lo permitía.
Me dolía. Me dolía mucho que no quisiera ser mi amigo. Podía soportar sus palabras, sus
rechazos, incluso su indiferencia. Pero eso no significaba que no me desgarrara por dentro.
Y sin poder contenerlo más, las lágrimas empezaron a brotar. Al principio, en silencio, para
que Mor no se alarmara. Pero después de un rato, un sollozo se escapó de mis labios.
—No quería hacerte llorar —susurró una voz a mi lado.
Me sobresalté y levanté la cabeza de golpe. Ahí estaba él. Simón. De pie junto a mí, con el
rostro medio en sombras.
—¿Cuánto llevas ahí? —mi voz sonó rota, entrecortada. Estaba segura de que tenía la nariz
roja y un moco colgando.
—Poco. Pensé que te habías quedado dormida —respondió con voz baja. Tenía los ojos
brillantes, dilatados, y olía extraño. Una mezcla de alcohol... o quizás algo más. No pude
identificarlo—. Lo siento.
No sabía exactamente por qué se disculpaba, pero no quise preguntarlo. Asentí en silencio
y me ajusté la sudadera.
—Estoy triste. No quiero hablar contigo —confesé con una sinceridad que me dolió, y al
instante me arrepentí. Él había venido. No quería alejarlo—. Y tengo frío.
—¿Me estabas esperando?
Se sentó a mi lado y pasó un brazo por mis hombros. Estaba caliente, y no pude evitar
acurrucarme contra él.
—No. Pensaba que no ibas a venir.
—No iba a hacerlo —suspiró. Aun así, me acercó más a su pecho, y apoyó la barbilla en mi
cabeza. Me sentía extrañamente a salvo en sus brazos, aunque sabía que cualquier cosa
con él me haría daño, sin importar cómo acabara.
—¿Por qué estás aquí?
—Porque soy un egoísta —murmuró contra mi pelo—. No quería que pensaras que me
estaba riendo de ti. Uno de los recuerdos más felices de mi infancia es mi relación contigo.
Me duele pensar que para ti no fue igual.
—Claro que lo fue. Hasta ese último día... el día en que todo cambió.
—¿Quieres hablar de eso?
Asentí casi sin pensarlo. Tal vez no estaba lista, tal vez él tampoco estaba lo bastante
lúcido, pero algo en su tono me hizo confiar.
—No me reí de ti —dijo, tras una larga pausa que pareció infinita—. Estaba enamorado de
ti, Carolina. Como un idiota, hasta los huesos.
Lo dijo tan serio, tan sincero, que me sentí la villana de su historia. ¿Cómo no lo vi? ¿Cómo
no lo supe? No recordaba ningún cambio en él, ninguna pista clara. Todo parecía igual,
como siempre había sido.
—Pero...
—No hace falta que digas nada —me interrumpió—. Solo quería que lo supieras. Yo nunca
me reiría de ti. Lo manejé fatal. Se lo dije a Pablo, y él se encargó de contarlo a todo el
mundo. Me sentí acorralado... y después vi que tú no sentías lo mismo y...
—Tú también me gustabas —lo interrumpí ahora yo—. Pero pensaba que tú solo me veías
como una amiga.
Simón rió, una risa amarga y apagada. Me besó en el pelo, justo donde su barbilla había
estado descansando.
—Si ya está todo aclarado... ¿podemos volver a ser amigos? —pregunté con esperanza.
Aunque una parte de mí temía la respuesta—. Ya no somos niños. Nos gustamos, lo
superamos, y ahora podemos volver a tener lo que teníamos.
—¿Y quién te ha dicho que yo lo he superado? —rió, esta vez con algo más de calidez.
—Bueno, tienes novia. Y ya no babeas cada vez que me ves, así que...
Simón se levantó, y de inmediato sentí el frío colarse por donde antes estaba su cuerpo.
—Vamos a casa, que vas a pillar una hipotermia.
Noté que esquivaba mi pregunta, pero decidí no presionarlo. Que estuviera aquí ya era
suficiente por hoy. Me puse en pie, recogí la toalla y llamé a Mor, que vino corriendo como
un torbellino. En el coche, puse la calefacción al máximo. Simón se rió, pero no dijo nada
durante todo el trayecto. Varias veces pareció a punto de hablar, girándose hacia mí, pero al
final solo negaba con la cabeza y volvía la vista al frente.
Poco después, aparcamos frente a su casa. Se bajó, y antes de cerrar la puerta, asomó la
cabeza.
—No bajes, hace frío —se giró, pero volvió sobre sus pasos—. Carolina... yo no lo he
superado.
Y luego se marchó.
____________________________________