Te espero en el atardecer

CAPÍTULO 8 -SIMON

No me había contestado.
La pantalla del móvil seguía muda, sin una sola notificación suya. Anoche no pude dormir.
Me revolví durante horas, y esta mañana mi cuerpo me pedía a gritos fumar algo. Solo un
poco, solo para relajarme. Pero no lo hice. Me resistí. Si Carolina respondía, si me proponía
vernos... quería estar limpio. Presente. No quería volver a cagarla.
Llevaba más de media hora caminando en círculos por mi habitación. Desde la ventana se
veía el mar al fondo, pero ni siquiera eso me tranquilizaba. El recuerdo de anoche era tan
vivo que me quemaba en la piel: su voz entrecortada, sus ojos llorosos, ese momento entre
sus brazos en la playa. No había nada en el mundo que me hiciera sentir tan vivo como ella.
Ni Hugo, ni Natalia, ni la discoteca, ni el ruido apagaban lo que sentía cuando estaba con
Carolina. Con ellos, me adormecía el dolor. Con ella, sentía lo bueno... y también lo malo,
pero al menos sentía.
Mi novia —Natalia— se había enfadado mucho cuando me largué. No le dije nada. Supongo
que asumió a dónde iba, y con quién. No había vuelto a escribir, pero era cuestión de
tiempo que reaccionara. Tal vez aún estaba dormida, recuperándose de la fiesta. O
simplemente estaba dejándome espacio... para que me hundiera solo antes de explotar en
la inevitable discusión.
No lo pensé demasiado anoche. Vi mi reflejo distorsionado en el vaso de cerveza, sentí el
corazón en la garganta, y cogí un taxi directo a la playa. No me arrepiento de haber ido. De
lo que sí me arrepiento, mucho, es de haberle dicho a Carolina que todavía no la había
superado. Fue impulsivo. Brutalmente honesto. Y probablemente la asusté. Por eso no me
responde, lo sé.
Yo... me conformaría con ser su amigo. En serio. Con tenerla cerca, compartir momentos,
poder contarle cosas sin que me mire con esa mezcla de lástima y desconfianza. Pero el
problema vendrá cuando ella tenga a alguien. Un novio. Uno de esos que la acompañan a
la playa, que se meten con ella en la cocina para pintar las paredes o ver series viejas un
domingo por la tarde. Y yo ya no esté invitado. Me aterraba solo pensarlo.
Bajé a la cocina para buscar algo que comer. Tal vez si llenaba el estómago se me pasaban
las ganas de liarme un porro. Mis padres estaban ahí, sentados en la mesa, hablando en
voz baja. Era raro verlos juntos a esa hora. Papá casi siempre estaba en la tienda o en el
huerto.

—Mónica... no sé cómo lo voy a hacer —decía él, con las manos entrelazadas sobre la
mesa—. Ya no deberíamos tener tanta clientela, es septiembre y los turistas se han ido.
—¿Qué pasa? —pregunté, al acercarme.
Papá levantó la vista con sorpresa. No esperaba mi interés. Tenía una tienda de productos
naturales en el pueblo, llevaba años con ella. En verano funcionaba muy bien porque los
turistas se volvían locos por lo “ecológico” y “artesano”. Pero septiembre solía marcar el
descenso de actividad.
—Se ha terminado el contrato de verano de Juan. No quiere quedarse en temporada baja.
Dice que ya ha cumplido —explicó.
—¿Y sigue habiendo trabajo? —me extrañé.
—Más del que debería —intervino mamá—. Este año hay bastante movimiento todavía. Y
Juan era el único ayudante que tu padre tenía.
—¿Por qué no ponéis un anuncio? —sugerí, como si fuera una solución sencilla.
—Ya lo he puesto —respondió papá, frustrado—. Pero nadie está interesado. Los chavales
del pueblo han vuelto a clase, y los mayores no quieren ese horario ni el sueldo.
Mamá se levantó y le rodeó con los brazos.
—Encontraremos a alguien. Ya lo verás.
Vi cómo papá cerraba los ojos por un momento, apoyando la frente en el hombro de mamá.
Para él, ese negocio lo era todo. Lo había montado desde cero, cuando yo y mi hermano
éramos pequeños. Había sido duro. Nadie apostaba por él al principio. Pero poco a poco se
fue corriendo la voz, y un día, sin saber cómo, su pequeño local se convirtió en un referente.
Era lo único que le hacía sentirse útil, orgulloso.
Mamá, por su parte, trabajaba en la zapatería del centro con su amiga Pilar. Nunca fuimos
ricos, pero tampoco nos faltó de nada. Y ahora los veía ahí, cansados, sosteniéndose
mutuamente. Me dio un pellizco en el pecho.
—Simón —dijo mamá de pronto, girándose hacia mí—. ¿Por qué no vas tú a ayudar a papá
hasta que encuentre a alguien?
Me pilló desprevenido. Todo en mí quería decir que no. Que no era mi lugar. Que tenía
otras cosas en la cabeza. Pero... necesitaba distraerme. Necesitaba tener algo que hacer
que me alejara de la pantalla del móvil, de la ansiedad de esperar ese mensaje de Carolina,
de las ganas de volver a caer.
—Iré —dije simplemente.
Ambos me miraron con una mezcla de sorpresa y desconfianza. Como si no supieran si
tomarse en serio mi respuesta. Lo entendí. Hacía tiempo que habían tirado la toalla
conmigo. Pero por primera vez en mucho tiempo, quería hacer algo bien.

Aunque solo fuera para demostrarles —y demostrarme— que aún quedaba algo de mí que
valía la pena.

__________

Había estado en la tienda todo el día. No me lo esperaba, pero hubo más clientes de los
que creímos. A papá se le notaba contento. Lo repetía en bucle, como si no pudiera creer
que estuviera allí ayudándole. Y, joder, yo también me sentía bien. Por primera vez en
mucho tiempo, hacía algo que no tenía que ver con huir o esconderme.
Era raro. Porque este era técnicamente mi primer “trabajo”, y ni siquiera lo veía como uno
real. Pero al mismo tiempo me sentía útil. Necesario. Realizado. Me gustaba ver a mi padre
orgulloso. Me hacía sentir... menos mierda.
Solo había una espina clavada.
Carolina.
No había contestado ninguno de mis mensajes. Ni uno. Después de la ducha, me tiré en la
cama con el móvil entre las manos. Miré la conversación por décima vez y, a pesar de saber
que estaba siendo idiota, escribí otro mensaje.
Simón:
¿Así de fácil era que me dejaras en paz? xd
Suspiré. Cerré los ojos. Estaba cansado. No solo del día, sino de cómo estaba llevando mi
vida. Carolina tenía razón: aún podía manejarla, todavía tenía margen para no perderme del
todo. Pero no sabía por dónde empezar. Natalia me había llamado varias veces durante el
día; no respondí. No quería discutir.
La ironía era cruel: la única persona a la que sí quería responder, no lo hacía.
Aun así, hoy había sido un buen día. No había fumado. Había trabajado duro. Mi padre
estaba orgulloso. Y yo también, aunque me costara admitirlo.
Entonces, mamá entró en la habitación. Se sentó a mi lado, en el borde de la cama. Se la
notaba cansada. Yo también lo estaba.
—Hola, cielo —dijo, pasándome la mano por el pelo con esa ternura suya que me
desmontaba por dentro—. Papá dice que hoy ha sido un buen día.
Asentí. Me sentía como un niño. Un niño grande y roto al que su madre acariciaba como si
todavía pudiera arreglarlo.
—Te voy a preguntar algo, pero no quiero que te enfades —empezó, en ese tono suave que
usaba cuando quería ir al fondo sin empujar—. ¿Dónde estuviste anoche?




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