Laura reía como una loca por algún chiste que le había contado Borja, su nuevo ligue,
mientras Iván los fulminaba con la mirada. Era muy gracioso de ver.
—A ver, pero que yo me entere —llamé la atención de mis amigos—. ¿Laura e Iván salieron
en el instituto?
—Sí —respondió Emma.
—Entonces, ¿ya no hay nada entre ellos?
—No —dijo Abraham.
—¿Pero se siguen atrayendo? —seguí entrometiéndome.
—Sí —contestó esta vez Abel—. Aunque ambos lo negarán hasta la muerte.
Reí y volví a fijar la vista en Iván, que no le había quitado ojo a Laura. En ese instante, ella
decidió que era un buen momento para comerle la boca al chico con el que reía. Lo peor de
todo es que conocía a mi amiga lo suficiente para saber que ese beso no era para Borja,
era para Iván. Pero él agachó la cabeza y volvió a meterse en la conversación con los
demás, como si nada.
—¿Un futbolín? —propuso el susodicho, y unos cuantos nos fuimos a la zona donde
estaba.
Después de unas cuantas partidas, no pude evitar acercarme a Iván y ser tan entrometida
como siempre.
—¿Cuánto estuvisteis saliendo? —le pregunté, subiendo un poco la voz por encima de la
música, lo justo para que me oyera.
—Joder, acabas de llegar y ya te has enterado de todo —rió—. Cinco años.
—¡Madre mía! Eso es muchísimo —me sorprendí. Laura me había dicho que solo habían
sido unos besos tontos.
—Ya ves...
—¿Y qué pasó? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad.
—La vida —respondió, sereno—. A pesar de que nos quedamos los dos en el pueblo,
nuestras vidas se volvieron muy distintas.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco —me dijo con una sonrisa triste.
Decidí no seguir metiendo el dedo en la llaga, aunque él no me dio tiempo tampoco, porque
enseguida cambió de tema:
—Emma me ha chivado que el otro día te fuiste súper pronto de la discoteca.
—Sí... estaba cansada —no era del todo mentira.
—Y con Simón —sentenció.
Mierda. Me había pillado con el carrito del helado. Iván y Simón nunca fueron grandes
amigos. Eran como la noche y el día. Iván era efusivo, hablaba hasta con las farolas; Simón,
en cambio, era reservado, más apagado. Aun así, eso nunca impidió que él y yo fuéramos
inseparables.
—No está pasando una buena racha. No tiene buenas compañías... decidí echarle una
mano —dije, tras pensar bien mi respuesta.
—Algo he oído... deberías traerlo algún día, no comemos.
—Lo sé —reí.
No era mala idea. Sacarlo de ese entorno, volver a acercarlo a su grupo de toda la vida.
Uno de sus mayores problemas era, precisamente, estar rodeado de personas que le daban
justo lo que necesitaba para huir: distracciones, sustancias, ruido. Su novia, sobre todo,
parecía facilitárselo todo, lo cual me costaba muchísimo comprender.
—¡Hola, rubia! —me saludó una voz familiar que me sacó de mis pensamientos.
—¡Darío! —le reconocí en cuanto lo vi. Seguía con la misma sonrisa pícara de siempre. No
pude evitar abrazarle y pronto nos pusimos al día. Me contó que estaba terminando diseño
gráfico y que trabajaba como monitor de tiempo libre, mientras lo compaginaba con su
mayor pasión: el surf.
Me encanta reencontrarme con viejas amistades y que el vínculo siga ahí, intacto. Me hacía
pensar en lo sutil que es el tiempo: pasa volando, pero a veces se detiene, justo en los
momentos más inesperados.
Todos mis amigos parecían haber encontrado su propósito en la vida. Yo... aún no. Estaba
cerca, sí, pero todavía no lo había alcanzado. Y eso me frustraba. Aun así, decidí centrarme
en mis prioridades actuales:
— Reformar el piso.
— Conseguir que Simón vuelva a ser feliz.
Tras una noche de risas y cervezas, volví andando a casa con Marta. Su portal quedaba en
la misma calle que el mío. En ese momento, me llegó un mensaje de la madre de Simón.
Mónica (mami Simón): Hola cielo, perdona que te escriba a estas horas. ¿Está Simón
contigo?
Yo: No, me dijo que estaba cansado y que se iba a quedar en casa.
Mónica: Eso dijo, pero llegó Natalia, discutieron, y se fue.
Yo: Voy a intentar localizarle, tranquila.
Acompañé a Marta hasta su portal y llamé a Simón. Sin respuesta.
Di la vuelta y me dirigí hacia la plaza. Me metí por el callejón que tanto odiaba. Juraría que
oí una voz que me llamaba, pero no miré atrás. La discoteca donde vi a Simón la otra noche
estaba cerrada, no había ni un alma cerca. Volví a llamarle. Nada.
No podía coger el coche. Había bebido, y aunque no estaba borracha, no me parecía
correcto ni seguro.
Yo: Simón, te estoy buscando. Por favor, dime dónde estás.
Yo: O al menos dime que estás bien...
Después de diez minutos y cero respuestas, volví a cruzar el callejón. Otra vez, esa voz. Se
burlaba de mí. Todo estaba oscuro. Apenas veía por dónde pisaba.
Y cometí la estupidez más grande de la noche: seguí la voz.
Avancé hasta la esquina más oscura y me encontré a dos hombres sentados en el suelo,
riendo solos. Estaban colocados. No conocía a ninguno.
—Guuuaaaaaaapa —susurró uno. El otro se descojonó aún más.
—¿Por qué está la discoteca cerrada? —pregunté, aunque dudaba que fueran conscientes
de dónde estaban siquiera.
—Oooooh —dijo uno, con tono teatral—, te has perdido a la poli.
Y entonces se me iluminó la bombilla. Sentí una punzada en el estómago, de esas que te
dejan fría durante un segundo y luego te obligan a moverte. Si la policía había hecho una
redada en la discoteca, y Simón hubiera estado allí —como sospechaba—, lo más probable
era que lo hubieran detenido. El ambiente que frecuentaba últimamente no ayudaba. Gente
que solo sabía apagar el ruido de sus cabezas con pastillas y polvos blancos, y que no
dudaba en arrastrar a otros con ellos.
Pero claro... ¿cuánto podía fiarme de la información dada por dos tíos completamente
colocados, riéndose del aire? Uno apenas podía mantener los ojos abiertos y el otro no
paraba de mirar su propia mano como si acabara de descubrirla. Aun así, algo en mi interior